Historia y Vida

Victor Lustig

Timó a Al Capone, patentó una máquina de copiar dinero y llegó a vender la torre Eiffel… dos veces. Por esas y otras argucias, Victor Lustig se ha ganado el sobrenombr­e del mayor estafador del siglo xx.

- JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ, periodista

Tras este nombre se esconde la historia del mayor estafador del siglo xx, un tipo capaz de vender la torre Eiffel a codiciosos empresario­s o de engañar al mismísimo Al Capone.

En los años veinte, cuando París era una fiesta, tal y como narrara Ernest Hemingway, vivió sus días de esplendor un hombre, a priori, vulgar. Tenía un rostro indiferent­e, incluso algo tosco. Sin embargo, su elegante porte y sus maneras refinadas hacían que esa primera impresión careciera de importanci­a. Hablaba inglés, alemán, francés e italiano, y tenía una cultura exquisita. No en vano pertenecía –o eso creyeron muchos– a la nobleza europea. Se trataba del conde Von Lustig, un joven del Imperio austrohúng­aro que, en los días previos a la Gran Guerra, se había convertido en pasajero habitual de los trasatlánt­icos que recorrían la costa europea, al norte o al sur del continente. A bordo de ellos jugaba al póquer y al bridge con los nuevos ricos estadounid­enses. Unas veces les ganaba y otras fingía perder. Los invitaba a cenar y a champán, agasajaba a sus mujeres hasta donde lo permitían las buenas maneras, y solo al final del viaje, cuando se había ganado su confianza, los desplumaba. Entonces, el conde desaparecí­a por una temporada, y Victor Lustig volvía a recobrar su vida, la del estafador más famoso del siglo xx.

Compensado por las molestias

Nació el 4 de enero de 1890 en Hostinné, en la actual República Checa. Su padre, alcalde de aquella ciudad, lo envió a estudiar a Alemania y a Francia. Su destreza con los idiomas y otras materias le permitió pasar menos horas de las necesarias ante los libros y aprovechar, en otros menesteres, los fondos paternos destinados a los estudios. De este modo, Lustig no tardó en descubrir que el lujo y las mujeres eran un buen plan para pasar el resto de su vida.

Como ocurre con las mejores leyendas, existen varias versiones para cada uno de los episodios de su vida. Algunas varían en pequeños detalles y otras zozobran entre la crónica épica y la narración más realista; en cualquier caso, nunca vulgares. Sean cuantas sean las versio

nes, todas concluyen que Victor Lustig fue un maestro en su terreno. Hasta una veintena de apodos pueden rastrearse de él a lo largo de su carrera, y hay constancia de, al menos, cuarenta y cinco arrestos. Claro que la mayor parte de las veces se las arreglaba no solo para quedar en libertad, sino para ser, incluso, compensado por las molestias.

Así ocurrió en Kansas (Misuri), en 1924. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, los cruceros se suspendier­on, y Lustig vio en EE. UU. una tierra más próspera para poner en marcha sus argucias. Allí conocería a Nicky Arnstein, un artista bon vivant y experiment­ado estafador –al que dio vida Omar Sharif en la película Funny Girl–, que refinó las formas de Lustig, convirtién­dolo en un profesiona­l del timo aún más temible. Perpetraro­n juntos varios golpes, y en uno de ellos Lustig acabó haciéndose con un par de bonos de veinticinc­o mil dólares. Lejos de gastar ese dinero, decidió emplear los bonos como gancho para conseguir un botín más jugoso.

Así es como el conde Von Lustig volvió a la vida, y, con su aristocrát­ico y un punto decadente porte europeo, se presentó en un banco de Kansas. Convenció al director de que era un noble austriaco que había tenido que reducir sus posesiones a aquellos dos bonos, y que su intención, con ese dinero, era invertir en tierras y abrir un par de negocios en la zona. Para eso, necesitaba cambiar esos bonos a la mayor brevedad.

El director de la entidad hizo un par de llamadas de comprobaci­ón, pero la oportunida­d resultaba demasiado interesant­e. Así que con los cincuenta mil dólares en un bolsillo, los bonos auténticos en otro –tras cambiarlos por unas falsificac­iones– y un crédito adicional de diez mil dólares, Lustig salió del banco aquella misma mañana.

Poco después, el timador fue localizado por un detective en Nueva York, pero, en su viaje de regreso a Misuri, sugirió al director del banco que se replanteas­e su denuncia: Lustig estaba dispuesto a contar en el juicio, con todo lujo de detalles, lo fácil que le había resultado estafarle, lo que no sería un mensaje muy positivo para sus clientes. El director acabó claudicand­o, e incluso tuvo que añadir mil dólares para compensar las molestias sufridas, a cambio de que el estafador no hablara con la prensa. Aquel fue el primer gran golpe de Victor Lustig.

Tras estudiar a los empresario­s, concluyó que la víctima propicia era André Poisson

Un monumento de chatarra

A mediados de 1925, Lustig ya andaba establecid­o en París y había reclutado una banda de su plena confianza, con la que llevaba a cabo timos de poca monta,

que nunca llegaban a despertar un excesivo interés por parte de la Policía. Sin embargo, un día leyó en la prensa local un artículo sobre los problemas que suponía para la Ciudad de la Luz el mantenimie­nto de la torre Eiffel. Atento siempre a todos los indicios que pudiesen conducir a una estafa, Victor Lustig se dispuso, entonces, a perpetrar el timo más extraordin­ario jamás concebido. Para empezar, se documentó a fondo sobre este monumento, erigido en el Campo de Marte, a orillas del río Sena, con motivo de la Exposición Universal de 1889. La estructura había generado gran controvers­ia, en su momento, entre los artistas de la época, que la veían como un verdadero monstruo de hierro, y ese detalle, el de su material de construcci­ón, fue el que dio al timador la clave para su estratagem­a.

Con una nueva identidad, que lo presentaba como funcionari­o público responsabl­e de la gestión de la torre Eiffel, Victor Lustig puso en marcha un magnífico plan, que incluía la falsificac­ión de sellos y credencial­es oficiales y la reserva de hoteles de lujo y billetes de tren. Con el escenario ya montado, no le resultó difícil que seis de los empresario­s metalúrgic­os distribuid­ores de chatarra más importante­s de Europa acudieran a una reunión, cuyo objeto solo se revelaría durante la misma. Los seis picaron. Tras agasajarlo­s debidament­e durante su estancia en la ciudad, Lustig les detalló los problemas que atravesaba el consistori­o para el mantenimie­nto de la torre, apoyando su exposición con recortes de prensa reales e informes de viabilidad ficticios. La conclusión de aquel drama era evidente: el ayuntamien­to de París estaba dispuesto a vender aquella construcci­ón –que, por entonces, solo tenía veintiséis años– como chatarra y a precio de saldo, y de entre aquellos seis presentes se escogería al afortunado que se haría con el gran negocio.

Como buen profesiona­l de la estafa, Lustig no presionó a los empresario­s. Prosiguier­on los festines, los regalos y las veladas por Paris la nuit, subrayando, siempre, la necesidad de una discreción extrema, al tratarse de un asunto de Estado. Y allá donde iban, siempre había algún miembro de la banda de Lustig encarnando el papel adecuado para reforzar toda la historia.

A esas alturas, el timador ya había tenido tiempo de completar un detallado estudio de cada empresario, hasta concluir que la víctima propicia era André Poisson. Se trataba de un distribuid­or de chatarra, inseguro y muy ambicioso, que había sabido salvar algunos problemas legales en el pasado, gracias a su tendencia a recurrir al soborno para conseguir favores oficiales. Lustig suponía que aquel negocio sería irresistib­le para un Poisson que no cejaba en su empeño de intentar entrar en las grandes ligas de los empresario­s parisinos. Para erradicar cualquier sospecha, lo convocó a una reunión privada y se “sinceró” con él: necesitaba dinero y sabía que él había incurrido alguna vez en casos de soborno. Paradójica­mente, ofender a Poisson fue el camino perfecto para hacerle picar el anzuelo. El empresario apenas fingió desagrado antes de ofrecer una jugosa compensaci­ón al supuesto funcionari­o público, a cambio de convertirs­e en el nuevo dueño de la torre Eiffel y sus más de siete mil toneladas de hierro.

Como de costumbre, el objetivo de Lustig no era cobrar el total del dinero, demasiado para un solo pago y peligroso para hacerlo por partes. Un primer plazo y el soborno acordado –unos seisciento­s cincuenta mil francos de la época– eran suficiente­s para cubrir los gastos realizados y obtener los fondos necesarios para vivir una buena temporada. Además, el placer había estado, como siempre, en la concepción y ejecución de tan desquiciad­o plan. Mientras el astuto delincuent­e se encontraba ya en Austria, los empresario­s, con Poisson al frente, descubrier­on la estafa. Sin embargo, no llegaron a presentar denuncia alguna. Y es que no había fortuna que justificas­e la vergüenza pública que supondría la noticia de haber creído que podrían comprar la torre Eiffel.

Un billete por aquí, otro por allá

Después de aquel episodio, Lustig pasó una etapa recorriend­o Europa y, más tarde, Estados Unidos. Allí hizo algún dinero en California, haciéndose pasar por un productor de Nueva York que vendía, a precio de ganga, los derechos de un musical que triunfaba en Broadway a pequeños empresario­s del espectácul­o. Entregaba carteles, libretos, recortes de prensa…, todo pertenecie­nte a una obra que, en realidad, nadie había querido estrenar jamás. Cumpliendo la regla de oro del gremio de no pasar demasiado tiempo en el mismo sitio, a finales de la década de los veinte volvió a París, y contravini­endo, esta vez, otra regla básica –la de no repetir dos veces la misma estafa en el mismo lugar–, volvió a vender la torre Eiffel. Repitió paso por paso el mismo plan, variando solo su identidad y los escenarios. Y volvió a conseguirl­o. En esta ocasión, sin embargo, los timados no fueron tan pudorosos, y no dudaron en denunciar, por lo que a Lustig y sus compinches no les quedó más remedio que cruzar, una vez más, el Atlántico. De regreso en Estados Unidos, el estafador puso en marcha otro de sus golpes más originales, el de la caja rumana. Se trataba de un invento extraordin­ario que, supuestame­nte, copiaba dinero. Su funcionami­ento era extremadam­ente sencillo: se introducía un billete de cien

dólares y la máquina ofrecía una réplica de perfecto curso legal.

El truco estaba en que el artefacto de marras tardaba de seis a ocho horas en hacer su trabajo y “escupir” la reproducci­ón. Así que Lustig lo cargaba con varios billetes auténticos y buscaba al pardillo de rigor, normalment­e, algún empresario más o menos acomodado, pero con la suficiente ambición como para querer aumentar sus fondos por la vía rápida. Le hacía una demostraci­ón, y llevaban el billete resultante a algún banco para cotejar que era auténtico. Convencido el pardillo, pagaba la cantidad solicitada por Lustig, quien, en el último momento, fingía un repentino arrepentim­iento y se negaba a vender, lo que despejaba aún más las posibles dudas del primo. Con el dinero en su poder, el estafador se daba a la fuga con, al menos, dieciséis o veinticuat­ro horas de ventaja, el tiempo que tardaba la máquina en expulsar los únicos billetes que contenía en su interior.

Preso en Alcatraz

Pero lo de Victor Lustig no era solo habilidad para la estafa, sino también para la huida. Fueron muchas las ocasiones en las que logró escapar de la Policía, y en 1934 llegó, incluso, a protagoniz­ar una fuga de prisión al estilo más clásico: descolgánd­ose de una ventana por una escala hecha de sábanas.

Sin embargo, cuando lo arrestaron, algunos años después, la condena fue especialme­nte dura. Fue recluido en la prisión de la isla de Alcatraz, destinada a los reclusos más peligrosos del país, donde trabó amistad con una de sus antiguas víctimas: el mafioso Al Capone. Victor Lustig falleció en prisión en 1947, a los cincuenta y siete años, como consecuenc­ia de una neumonía. “Vendedor”, ponía en el apartado de profesión de la ficha policial de este hombre, que llegó a falsificar más de cien millones de dólares a lo largo de su vida, creó una máquina de fabricar dinero, timó al capo mafioso más temido y vendió la torre Eiffel. Dos veces. ●

El estafador puso en marcha otro golpe muy original, el de la caja rumana

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 ??  ?? A la izqda., Nicky Arnstein, entre la actriz May Weston y su mujer, Fanny Brice, probableme­nte en el edificio de los tribunales penales de Nueva York, entre los años 1915 y 1920.
A la dcha., la torre Eiffel, hacia 1935.
En la pág. anterior, un montaje de Lustig con el monumento más famoso de París.
A la izqda., Nicky Arnstein, entre la actriz May Weston y su mujer, Fanny Brice, probableme­nte en el edificio de los tribunales penales de Nueva York, entre los años 1915 y 1920. A la dcha., la torre Eiffel, hacia 1935. En la pág. anterior, un montaje de Lustig con el monumento más famoso de París.
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 ??  ?? El estafador, a la derecha de la imagen, abandona el tribunal, rumbo a la prisión de Alcatraz, tras ser sentenciad­o a veinte años de cárcel, en septiembre de 1935.
El estafador, a la derecha de la imagen, abandona el tribunal, rumbo a la prisión de Alcatraz, tras ser sentenciad­o a veinte años de cárcel, en septiembre de 1935.

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