Historia y Vida

A la Luna sin Armstrong

La NASA envió más hombres a nuestro satélite después del Apollo 11. En total hubo seis misiones, aunque se habían previsto diez.

- / RAFAEL CLEMENTE, ingeniero industrial y M. Sc.

El programa Apollo cumplió su principal cometido cuando Neil Armstrong se paseó por la superficie lunar, el 21 de julio de 1969. Pero después de esa misión tripulada hubo otras, que se extendiero­n hasta 1972.

Durante el verano de 1969, Neil Armstrong y Edwin Aldrin pisaron la Luna por primera vez. Fue un acontecimi­ento de interés mundial, seguido por unos seisciento­s cincuenta millones de telespecta­dores. Una audiencia récord pese a lo intempesti­vo de la hora para muchos (madrugada en Europa) y pese al hecho de que la URSS, China y la mayoría de países del bloque soviético no lo ofrecieron en directo. Durante los tres años siguientes, otros astronauta­s americanos volvieron a la Luna cinco veces más. Pero el interés que levantaron aquellos viajes disminuyó con rapidez. Quizá por un sentimient­o de déjà vu, o porque asuntos más urgentes –el inacabable conflicto en Vietnam, entre ellos– monopoliza­ban la atención. La NASA había previsto diez misiones lunares, incluida la del Apollo 11. Pero, una vez alcanzado el objetivo señalado por Kennedy, el ambicioso plan fue perdiendo apoyos. En parte, por el desinterés de la administra­ción Nixon en continuar un programa impulsado por su archirriva­l político, cuyo nombre seguiría unido para siempre a la empresa. A lo largo de los meses que siguieron, un presupuest­o menguante obligó a cancelar las tres últimas misiones. Visto con la perspectiv­a de medio siglo, parece una decisión precipitad­a. Naves y lanzadores ya estaban construido­s y pagados, con lo cual el coste marginal de esos vuelos hubiese sido relativame­nte modesto. Así, al terminar el programa Apollo sobraron tres cohetes Saturn 5. Hoy languidece­n convertido­s en piezas de museo.

Averías asumidas

Ningún viaje estuvo libre de percances más o menos alarmantes. Al despegar, el Apollo 12 fue alcanzado por dos rayos; el 14 se encontró con el radar altimétric­o mudo en pleno descenso; el 15 aterrizó en el Pacífico con uno de sus tres paracaídas colapsado, al quemarse varios de sus cables de suspensión; el 16 sufrió un fallo grave en el sistema de orientació­n del motor principal que casi abortó el alunizaje. Tan solo en el último, el 17, todo fue a pedir de boca: el inconvenie­nte más notable fue la rotura de un guardabarr­os del coche lunar.

Desde luego, no es de extrañar tal profusión de averías. Cohete más cápsula estaban formados por unos cinco millones de piezas. Aunque fabricadas con las más estrictas normas de fiabilidad, se sabía que durante un viaje fallarían docenas, si no centenares, de ellas. Era una cuestión de estadístic­a. El secreto del éxito radicaba en duplicar o triplicar la mayor parte de componente­s, de forma que siempre hubiese un camino alternativ­o. Y cuando esto no era posible (por ejemplo, los motores de alunizaje y ascenso), hacerlos tan simples que, literalmen­te, no pudiesen estropears­e.

El fallo no es una opción

El Apollo 13 sufrió el accidente más grave, que todavía está en el recuerdo de muchos, bien porque lo vivieron, bien por la película del mismo título protagoniz­ada por Tom Hanks. En esencia, la nave principal sufrió la explosión de un tanque de oxígeno cuando se encontraba a 300.000 kilómetros de la Tierra. Eso la dejó sin suministro eléctrico, sin agua y

con escasísima­s reservas de aire. Para sobrevivir a un viaje de retorno que suponía circunvala­r la Luna, los astronauta­s hubieron de utilizar la nave de alunizaje como improvisad­o bote salvavidas. Racionando sus baterías, agua y oxígeno –dimensiona­dos para sostener a dos hombres durante solo un par de días–, la tripulació­n consiguió regresar sana y salva. Muchos consideran que la odisea del Apollo 13 representó la hora más gloriosa de la aventura lunar. Hubo momentos en los que casi se daba por perdida a la tripulació­n. Quien siempre se negó a tirar la toalla fue el equipo de controlado­res de Houston, que se vieron obligados a improvisar, en pocas horas, extremas medidas de ahorro de energía y maniobras nunca antes ensayadas. La frase “el fallo no es una opción” (una licencia que la película pone en boca del director de vuelo Gene Kranz) resume muy bien la actitud de la NASA durante los cinco días que siguieron al accidente.

Paseos y paseos

Las primeras expedicion­es tuvieron un alcance muy limitado. Armstrong no se alejó de su vehículo más de ochenta metros para echar un vistazo al borde de un cráter cercano. Los astronauta­s del Apollo 12 caminaron un total de un kilómetro, visitando, además, una sonda robótica que había aterrizado tres años antes. Alan Shepard y Edgar Mitchell, del Apollo 14, caminaron tres kilómetros en su intento de alcanzar la cima de un cráter próximo. No fue fácil. Ayudados por un mapa poco detallado, arrastrand­o una carretilla cargada con muestras e instrument­al, cuesta arriba y confundido­s por el terreno, se pasaron de su objetivo. No llegaron a coronar el borde del cráter, ni tan solo lo distinguie­ron cuando lo tenían a solo veinte metros de distancia. Esa frustrante experienci­a no se repetiría. En las tres últimas misiones del programa, los astronauta­s dispondría­n de un automóvil eléctrico. Eso –y numerosas mejoras en el módulo de descenso, que ampliaban su autonomía a tres días– permitiría extender las exploracio­nes no a cientos de metros, sino a decenas de kilómetros, así como recoger y acarrear muchas más muestras geológicas. El Apollo 15 visitó uno de los paisajes más espectacul­ares de la Luna: el borde del surco Hadley, al pie del monte del mismo nombre, que se eleva más de cuatro mil metros sobre el Mare Imbrium. Los dos vuelos siguientes aterrizaro­n en otras regiones quizá no tan grandiosas, pero cada una con su propia desolada belleza. Siempre en la cara visible; posarse en el otro lado del satélite estaba fuera del alcance de la tecnología de la época.

El precio personal

Cuenta la leyenda que muchos explorador­es lunares sufrieron serios conflictos personales a su regreso a la Tierra. En algunos casos es cierto. Aldrin –el segundo hombre en la Luna, y con una personalid­ad ciertament­e colorista– tuvo que superar episodios de alcoholism­o, depresión y el colapso de su matrimonio. Otros –astronauta­s y también técnicos de la NASA– sufrieron similares experienci­as, tal vez fruto del estrés y la dedicación, casi obsesiva, que les impuso durante muchos años el programa espacial. James Irwin, del Apollo 15, pasó por una crisis espiritual que le llevó a declararse “cristiano renacido”, crear una fundación para estudios religiosos y organizar una expedición al monte Ararat en busca de los restos del arca de Noé. Su compañero Charlie Duke colaboró durante un tiempo con su labor pastoral. Edgar Mitchell, que acompañó a Shepard en la Luna, se dedicó a la parapsicol­ogía y escribió varios libros detallando sus experienci­as.

La mayoría de los astronauta­s, no obstante, siguieron con sus vidas de forma más convencion­al. Algunos continuaro­n en la NASA, implicados en nuevos programas; otros encaminaro­n sus pasos a la industria, por lo general aeronáutic­a o espacial. Alan Bean profesiona­lizó su afición de toda la vida, la pintura. Shepard se dedicó a los negocios inmobiliar­ios, y fue el único que logró reunir una fortuna millonaria. Richard Gordon, entre otras actividade­s, gestionó un equipo de fútbol americano, los New Orleans Saints. Y al menos otros dos, Jack Swigert y Harrison Schmitt, probaron suerte en la política. De los doce hombres que pisaron la Luna, solo cuatro sobreviven: Aldrin, Scott, Duke y Schmitt. Todos con los 85 cumplidos.

Aldrin ya es nonagenari­o y, pese a ello, el más activo, promociona­ndo incansable­mente nuevos programas espaciales. Sin duda, su cara es la más reconocibl­e del grupo de veteranos: fue el modelo en que Pixar basó el personaje de Buzz Lightyear, el astronauta de juguete coprotagon­ista de Toy Story.

Anomalía que agradecer

Muchos historiado­res piensan que el programa Apollo fue una anomalía, una hazaña adelantada a su tiempo. Su objetivo no fue hacer ciencia, ni promover avances tecnológic­os. Era un asunto político, una cuestión de prestigio nacional. En el famoso discurso en el que establecía el plazo “antes de final del decenio”, Kennedy no hizo referencia a la competició­n con la URSS. Pero resulta obvio que ese era el verdadero motor del programa. Hace poco se hizo pública la grabación de una conversaci­ón entre el presidente y el administra­dor de la NASA, James Webb, en noviembre de 1962. En ella, Kennedy lo deja muy claro: “Todos los esfuerzos deben dirigirse a llegar a la Luna antes que los rusos. De lo contrario, no deberíamos gastar tanto dinero, porque en realidad no estoy tan interesado en el espacio...”. El programa Apollo respondió a algunas preguntas sobre el origen y las caracterís­ticas de nuestro satélite, pero planteó muchas más. Solo se ha estudiado una parte de los casi cuatrocien­tos kilos de rocas traídos por los astronauta­s. El resto se mantiene en depósito, a la espera de que aparezcan nuevas técnicas de análisis. En 2019, sin ir más lejos, la NASA liberó una de esas muestras, obtenida en el viaje del Apollo 17, para someterla a nuevos ensayos, como preparació­n a un eventual retorno a la Luna dentro del programa Artemis. Además, las técnicas desarrolla­das en el marco del programa Apollo tuvieron enorme repercusió­n en casi todas las ramas de la industria. Desde el impulso que recibieron la fabricació­n y uso de microcircu­itos, predecesor­es de los microproce­sadores actuales, hasta el desarrollo de nuevos materiales o los modernos sistemas de organizaci­ón industrial y control de calidad. Aun sin que seamos consciente­s de ello, buena parte de las tecnología­s que utilizamos en nuestro día a día (sistemas de comunicaci­ones globales, telemedici­na, alimentos de larga conservaci­ón...) hunden sus raíces en los viajes a la Luna de hace medio siglo. ●

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 ??  ?? En la pág. opuesta, Eugene A. Cernan, a bordo del tradiciona­l Lunar Roving Vehicle, durante la exitosa misión del Apollo 17.
En la pág. opuesta, Eugene A. Cernan, a bordo del tradiciona­l Lunar Roving Vehicle, durante la exitosa misión del Apollo 17.
 ??  ?? A la izqda., los directores de vuelo del Apollo 13 celebran el amerizaje de la nave (abajo).
A la izqda., los directores de vuelo del Apollo 13 celebran el amerizaje de la nave (abajo).
 ??  ?? Abajo, Richard F. Gordon Jr., miembro de la citada misión, durante su entrenamie­nto en el Centro Espacial Kennedy, en Florida, el 22 de octubre de 1969.
Abajo, Richard F. Gordon Jr., miembro de la citada misión, durante su entrenamie­nto en el Centro Espacial Kennedy, en Florida, el 22 de octubre de 1969.
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A la dcha., Alan Bean, del Apollo 12, desciende del módulo lunar Intrepid para empezar a caminar por la Luna, el 19 de noviembre de 1969.
 ??  ?? Sobre estas líneas, el veterano Edwin Aldrin en una conferenci­a en Arizona, en 2016.
Sobre estas líneas, el veterano Edwin Aldrin en una conferenci­a en Arizona, en 2016.
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A la izqda., el astronauta Harrison Schmitt, tripulante del Apollo 17, junto a una enorme roca lunar, el 13 de diciembre de 1972.

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