Contra el cambio climático
El presidente estadounidense Joe Biden anunciará en abril, en una gran cumbre sobre el clima, los objetivos de reducción de emisiones de 2030. Un viraje mayúsculo para la primera economía mundial.
La política climática del nuevo presidente de EE. UU. rompe con la de su antecesor para alinearse con la que, en los últimos decenios, han seguido sus principales aliados occidentales.
Nos encontramos en medio de un impulso histórico en la lucha contra el calentamiento. El anuncio de Joe Biden, en el marco de su Pacto Verde, coincide con dos programas gigantescos de transición ecológica, a medio y largo plazo, en EE. UU. y la Unión Europea, que serán el penúltimo eslabón de una larga lucha por la calidad del aire. más de cien años combatiendo los gases tóxicos, aunque al principio se vieran solo como una amenaza para la calidad de vida de las ciudades. Así, en 1863, el Reino Unido creó una institución para inspeccionar la generación de cloruro de hidrógeno de la industria química durante la producción de álcalis. Los primeros objetivos obligatorios de reducción de emisiones se aprobaron en 1906.
En todo el mundo, las autoridades nacionales tardaron en reaccionar más que las locales. En 1881, Chicago se convirtió en la primera urbe estadounidense en imponer multas por la producción excesiva de humo fabril. No eran muy disuasorias, en parte, por la enorme influencia de los grandes industriales, y también porque la contaminación se consideraba el precio a pagar por miles de empleos y la incorllevamos
poración de millones de personas a las comodidades (y la salud) de la clase media. En Estados Unidos, la esperanza de vida pasó de cuarenta a cincuenta y cinco años desde 1880 hasta 1920. De todos modos, las nieblas tóxicas en Europa (en Glasgow, por ejemplo) y Estados Unidos se sucedían cada pocos años, matando a cientos de personas, por lo que la presión política y social se hizo cada vez mayor. Los movimientos civiles por la reducción del humo eclosionaron con la creación de la Coal Smoke Abatement Society, en Londres, o la Smoke Prevention Association of America, en Chicago, y los jueces no tardaron en entrar en escena. El Tribunal Supremo americano exigió, en 1907, unas leyes que restringieran emisiones, como las de una factoría de cobre en Tennessee. Sus partículas de azufre habían dañado gravemente los bosques, los cultivos y hasta la salud de los ciudadanos del estado vecino de Georgia. A esas alturas, la lucha contra la polución estaba desbordando, con mucho, los límites de la política local en Europa y Estados Unidos. Además, aquella sentencia ayudó a cambiar la historia en dos sentidos. Primero, alimentó la esperanza de unos ciudadanos que vieron que se podía ganar en los tribunales a las grandes empresas, incluso cuando pertenecían a un negocio minero participado por los Rockefeller (mediante la Amalgamated Copper Company). Y segundo, quedó acreditado que contaminar sin control no siempre era bueno para el empleo ni, consiguientemente, para la prosperidad de la clase media. Es más, podía acabar arruinando la producción agrícola de poblaciones enteras que dependían de ella.
Polémica en las ciudades
Hasta en los núcleos urbanos que se beneficiaban de las fábricas había opiniones encontradas. No era para menos. En 1928, la administración federal en Estados Unidos determinó que las nieblas de gases industriales reducían la luz del sol
en Nueva York entre un veinte y un cincuenta por ciento. En 1939, el espesor de la niebla tóxica expuso a los vecinos de San Luis a una semana en la que tuvieron que utilizar linternas durante el día para andar por la calle.
Mientras tanto, las evidencias sobre el calentamiento iban amontonándose silenciosamente. El químico sueco Svante August Arrhenius ya había diseñado, en 1896, el primer modelo que calculaba el calentamiento global a partir de las emisiones de CO2, pero, más adelante, en los años treinta, la agencia meteorológica de la primera potencia mundial determinó que las temperaturas medias de muchas regiones estadounidenses habían aumentado desde 1865. Las autoridades no pudieron relacionarlo, directamente, con la acción humana. Tras la Segunda Guerra Mundial, y en pleno renacer industrial y expansión de la automoción, las nubes tóxicas parecieron multiplicarse, y, con ellas, las víctimas y las indemnizaciones. Cientos de personas murieron en Estados Unidos y miles más en el Reino Unido, a veces por problemas respiratorios y otras veces por las consecuencias de una pésima visibilidad. La economía también se resintió.
En 1952, la niebla paralizó todos los transportes de Londres, excepto el metro. Ya no se podía circular ni con los faros del coche encendidos a plena luz del día. En 1954, Los Ángeles cerró las escuelas y frenó la actividad de las fábricas durante la mayor parte del mes de octubre. En 1956, el Parlamento británico aprobó la primera ley que regulaba directamente la calidad del aire, y en 1959, California impuso los primeros estándares sobre emisiones a los coches.
Hasta aquí hemos llegado
En los años sesenta y setenta se produjo un punto de inflexión. El ecologismo irrumpió en el debate público, se crearon las grandes instituciones que hoy supervisan la calidad del aire y aparecieron estudios científicos que apuntaban no solo hacia los peligros del calentamiento, sino hacia sus causas, principalmente humanas (CO2, deforestación), y al posible caos que podría desencadenarse con la crecida de los océanos y el deshielo de los casquetes polares. La carrera espacial permitió conocer como nunca la atmósfera, y las grandes computadoras facilitaron el diseño de simuladores climáticos. A mediados de los setenta, empezó a emerger el consenso científico alrededor de la hipótesis del calentamiento a largo plazo. Hasta entonces, la mayoría de los expertos no veía nada claras ni sus causas
humanas, ni que no fuera un cambio cíclico normal de la Tierra, ni que el planeta fuera a calentarse a largo plazo, teniendo en cuenta que las temperaturas medias se habían reducido entre 1940 y mediados de los setenta. Cuando llegaron los ochenta, los argumentos en defensa de la lucha contra el calentamiento, ciertamente, ya podían apelar a un público mucho más amplio que el de las viejas organizaciones ecologistas, que anunciaban el apocalipsis y promovían las comunas rurales frente a la vida urbana, ante la incredulidad de la clase media. Ahora existían, incluso, motivos de seguridad nacional.
Las crisis del petróleo de 1973 y, más adelante, de 1979 habían demostrado hasta qué punto los países productores podían utilizar los combustibles fósiles como arma contra Occidente. Además, las energías renovables prometían una alternativa a los citados combustibles a largo plazo. Y, gracias a eso, la prosperidad y el bienestar de la modernidad, irrenunciables para una clase media que todavía recordaba la pobreza de sus padres, quizá no fueran incompatibles con la reducción de las emisiones. En paralelo, la Conferencia de Villach, en 1986, puso de relieve que el consenso científico mayoritario favorecía la hipótesis del cambio climático y recomendó acciones urgentes; en 1987 se aprobó el Protocolo de Montreal, sobre la reducción de la emisión de gases que dañaban la capa de ozono; y, al año siguiente, se fundó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas.
Lobistas contra la evidencia
En 1990, algunas empresas industriales estadounidenses, viendo que podían perder la batalla de la opinión pública, respondieron
UNA FECHA HISTÓRICA EN 1997 SE ACORDÓ EL LEGENDARIO PROTOCOLO DE KIOTO
con el lanzamiento del lobby Global Climate Coalition, que sostenía (junto con decenas de científicos reputados) que no se podía asegurar el calentamiento del planeta a largo plazo, y menos aún por causas humanas. Era de locos arriesgarse a destruir millones de empleos por una hipótesis sin confirmar.
Los estudios científicos, sin embargo, añadieron nuevas evidencias y, en 1997, se acordó el ya legendario Protocolo de Kioto sobre la reducción de las emisiones. Aunque la Global Climate Coalition acabó disolviéndose en el año 2000, las dudas sobre el cambio climático y la preocupación acerca del impacto de la lucha contra el calentamiento sobre millones de empleos habían calado en la sociedad estadounidense. Clinton firmó el Protocolo de Kioto, el Senado se negó a ratificarlo y George W. Bush decretó la salida del país en 2001. Aquello se parecía un poco a lo que ocurriría después con el Acuerdo de París sobre el clima, que Barack Obama aceptó en 2016, para que Donald Trump lo rechazase tan solo un año después. No es casualidad que una de las primeras decisiones de Joe Biden haya sido devolver a Estados Unidos al Acuerdo de París. En esta ocasión, los demócratas tienen mayoría en las dos cámaras legislativas. Además, desde que se convirtió en el nuevo inquilino de la Casa Blanca, Biden ha lanzado una batería de decretos que restringen el uso, transporte y extracción de combustibles fósiles, al tiempo que aprobaba un plan de estímulo histórico para reducir el paro y apuntalar la recuperación económica tras la debacle pandémica del año pasado. No quiere que la clase media tenga que renunciar a su prosperidad para abrazar la transición ecológica. ¿Lo conseguirá? ●