Vasily Kandinsky
Fue incomprendido en tres países. Comunistas y nazis censuraron su obra. Ni los vaivenes políticos ni las guerras mundiales lograron distraer a Vasily Kandinsky de su objetivo: descifrar la receta universal de la belleza.
Una exposición en el Guggenheim Bilbao se adentra en la vida y el pensamiento de este precursor de las vanguardias, perseguido por unos e incomprendido por otros.
Era abogado y economista. Estaba casado. A sus treinta años, tenía por delante una prometedora carrera académica: tras empezar como profesor asistente en la Universidad de Moscú, acababan de ofrecerle un puesto titular en la Universidad de Dorpat. No lo aceptó. Para disgusto de su primera esposa, que lo acompañó a regañadientes, hizo las maletas y se largó a Múnich a estudiar arte.
¿De dónde vino aquella crisis repentina que apartó a Vasily Kandinsky de un camino vital trazado con tiralíneas? Él mismo señalaría dos culpables: Monet y Wagner. En 1896, un cuadro del francés, visto en una exposición impresionista, llegaría a obsesionarle: “Aunque en el catálogo se decía que era un montón de heno, no pude reconocerlo, lo que me resultó embarazoso. Además, pensaba que el artista no tenía ningún derecho a pintar de forma tan poco clara. No me parecía bien que faltara el objeto. Pero, asombrado y confuso, me di cuenta de que el cuadro no solo cautivaba, sino que se grababa en la memoria (…)”. El estreno de la ópera Lohengrin en el teatro Imperial de Moscú le dio el em
pujón definitivo: “Podía ver todos aquellos colores en mi mente, desfilaban ante mis ojos. Salvajes, maravillosas líneas que se dibujaban ante mí”.
¿A qué suenan los colores?
Para las personas con sinestesia, como Kandinsky, los sonidos pueden evocar colores, y los colores, sonidos. El pintor ruso hizo de esta característica un credo. Empujado por el imperativo interior que, en su opinión, debía guiar la obra de todo artista, se embarcó en una búsqueda incansable de los resortes que hacen que una determinada combinación de figuras, tonalidades y líneas nos provoque una emoción. “El color es en general un medio para ejercer una influencia directa sobre el alma. El color es la tecla. El ojo es el martillo templador. El alma es un piano con muchas cuerdas. El artista es la mano que, mediante una tecla determinada, hace vibrar el alma humana”.
Son palabras de su tratado Sobre lo espiritual en el arte (1911), donde intentó condensar su particular teoría estética, basada en lecturas sobre psicología de la percepción, en el misticismo de la teosofía y, sobre todo, en su propia intuición. El triángulo, dinámico y agresivo, casaba bien con el color amarillo. El círculo, espiritual y cósmico, con la profundidad del azul, color al que Kandinsky atribuía el timbre de un violoncelo, instrumento que, por cierto, tocaba desde niño. El rojo sonaba como los agudos de un violín; el verde, como los graves. El blanco equivalía a una pausa musical; el negro, al silencio de la muerte. Con el fin de despertar emociones puras, las figuras de los cuadros de Kandinsky, que siempre fueron simbólicas, se fueron desvinculando, poco a poco, de sus referentes en el mundo real, hasta convertirse en sinfonías de forma y color, algunas de ellas con títulos tan musicales como “improvisación” o “composición”.
Entre amigos y adversarios
Lo más fructífero de sus años en Múnich no fueron las clases de dibujo y de anatomía, de las que se cansó muy pronto, sino los artistas a los que conoció allí: Paul Klee, con quien compartió la noción de una pintura musical, Gabriele Münter, amiga y amante con la que recorrería Europa, Marianne von Werefkin, Alexéi