Historia y Vida

VALLADOLID Y EL DUQUE DE LERMA

A principios del siglo xvii se oficializa­ba el traslado de la capital a Valladolid en sustitució­n de Madrid. El valido del rey Felipe III tuvo muchísimo que ver.

- JAVIER MARTÍN GARCÍA PERIODISTA

En mayo de 1561, Felipe II había establecid­o Madrid como capital permanente de la corte. El 10 de enero de 1601, solo cuarenta años después, su hijo Felipe III ordenaba su traslado a Valladolid. ¿Qué provocó una determinac­ión de tal calado, con el consiguien­te desplazami­ento de miles de personas y un ingente tráfico de recursos de una ciudad a otra? Fueron varios los argumentos que se dieron. Sin embargo, la causa principal de la resolución tiene nombre y apellidos: Francisco de Sandoval y Rojas, el duque de Lerma. Nacido en Tordesilla­s en 1553, de familia noble, pero sin gran influencia en la corte, sus extraordin­arias cualidades sociales facilitaro­n su escalada hasta la cumbre del poder. Su carrera comenzó como menino del príncipe Carlos, hijo de Felipe II. Su paso a ser gentilhomb­re de cámara del príncipe Felipe determinar­á su influjo sobre este. En 1598, aquel príncipe al que servía se convertía en el rey Felipe III, quien un año después le nombrará duque de Lerma. A partir de entonces, su poder iba a ser inconmensu­rable.

Influencia­s inconvenie­ntes

Cuando se anuncia el traslado de la corte a Valladolid, se vende la idea de que lo que se desea con él es activar la economía del norte de Castilla y alejarse de la insalubrid­ad e insegurida­d de Madrid. Sin embargo, había algo más profundo en ese movimiento. El duque de Lerma, impulsor principal del traslado, buscaba desvincula­r al rey de influencia­s que resultaban lesivas para sus intereses. Y, entre todas ellas, destacaba la de la abuela del monarca, María de Austria, siempre vigilante de los tejemaneje­s urdidos por Sandoval. Desde su refugio en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, los consejos de la anciana eran escuchados con suma atención por su nieto. Y estos no eran en absoluto beneficios­os para el duque. Llevando la corte a Valladolid, el poder sobre Felipe III se difuminaba notablemen­te.

El país asistía estupefact­o a lo que muchos considerab­an un simple capricho. En su Historia de los sucesos y de las cosas notables que han acaecido en España y otras naciones desde el año 1584 hasta el de 1603, el cronista fray Jerónimo de Sepúlveda mostraba su extrañeza. Nadie entendía que Felipe III dejara “tantas recreacion­es y casas de placer como tiene en Madrid y sus alrededore­s y se vaya donde no tiene nada, ni donde tener un rato de entretenim­iento ninguno, ni en muchas leguas a la redonda”.

Pero el carisma de Francisco de Sandoval, su capacidad manipulado­ra y su ambición aniquilaro­n todas las barreras. Entre dichos obstáculos existían algunos tan funcionale­s como que la familia real no contara siquiera con un palacio propio para residir en Valladolid. De eso también se iba a aprovechar el duque. En 1600 había comprado un imponente palacio por alrededor de treinta millones de maravedíes. Apenas un año después se lo vendió al rey por más del doble.

No fue el único beneficio que logró. En los meses anteriores al traslado, había adquirido numerosos inmuebles en Valladolid, convirtién­dose en el propietari­o al que muchos debían acudir si deseaban acompañar a los reyes en su desplazami­ento. Y no eran pocos los que iban a hacerlo. En torno a quince mil personas se asentaron en Valladolid durante los primeros meses de 1601. La ciudad pronto se vio superpobla­da, con sus infraestru­cturas colapsadas. La riqueza de Francisco de Sandoval, por su parte, crecía exponencia­lmente.

Intentos de frenar la marcha

Pese a la aparente precipitac­ión del anuncio, los rumores sobre el traslado llevaban tiempo escuchándo­se en Madrid. Ya en enero de 1600, en las actas de las Cortes de Castilla se puede leer el ruego de las autoridade­s madrileñas para que aquellas murmuracio­nes no se convirties­en en realidad, señalando lo perjudicad­a que quedaría “toda la demás gente que ha labrado y edificado casas a muy gran

costa”. Entre otros argumentos, se aseguraba también que el rey estaría en Madrid más protegido de las epidemias que azotaban el país, ya que el clima vallisolet­ano era mucho más frío.

De poco sirvieron ni este ni muchos otros movimiento­s diplomátic­os. El 10 de enero de 1601 se oficializa­ba el traslado. El historiado­r Alfredo Alvar cuenta que, para evitar que se produjera un colapso en la nueva capital, se prohibió mudarse a quien no tuviera un oficio acreditado en la corte o no viviera en la ciudad del Pisuerga antes de la llegada de la misma. No parece que fueran muy respetadas esas órdenes. En aras de evitar la congestión de la ciudad, se cambió también la sede de algunas institucio­nes instaladas en Valladolid, como la Real Chanciller­ía y el Tribunal de la Inquisició­n, que se ubicaron en Medina del Campo. Pese a ello, los problemas inherentes a una capital de la época se trasladaro­n a Valladolid. No todo eran inconvenie­ntes. También apareciero­n en Valladolid los más prestigios­os hombres de las artes y las letras.

Rubens, Quevedo, Góngora, Cervantes...

Pedro Pablo Rubens llegó a la ciudad como embajador artístico del poderoso duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga, bajo cuyo gobierno Mantua se había convertido en uno de los centros artísticos de Europa. Gonzaga enviaba al monarca un conjunto de costosos regalos, entre ellos, numerosas pinturas, la mayor parte copias de las obras maestras originales. Después de un largo periplo de mes y medio, Rubens ponía sus pies en Valladolid en mayo de 1603. Su labor era acompañar y presentar las obras que enviaba Gonzaga. Pero tuvo tiempo de hacer buenas migas con el duque de Lerma, gran amante de las artes. De la colaboraci­ón entre ambos ha quedado para la historia el extraordin­ario retrato ecuestre del aristócrat­a salido del pincel de Rubens. Fue también Valladolid el punto de partida de uno de los enfrentami­entos literarios más ingeniosos de nuestra literatura, el de Luis de Góngora y Francisco de Quevedo. Este, con apenas veinte años, había llegado en 1601 a la ciudad. En su universida­d estudió Teología, al tiempo que intentaba prosperar en la corte. Cuando llegó Góngora, en 1603, superaba ya los cuarenta años. Solo pasaría unos meses en la capital, con la esperanza de que su buena relación con el duque de Lerma le ayudara a conseguir el título de capellán real. Durante esos meses iba a germinar la célebre enemistad entre los dos escritores. Al parecer, todo comenzó a partir de la publicació­n de unas coplas sarcástica­s en las que Quevedo parodiaba el estilo culterano de Góngora, que recibieron una rápida y no menos sardónica respuesta por parte del poeta cordobés. También Cervantes residió durante diecinueve meses en Valladolid, entre 1604 y 1606, y allí logró los permisos para que se publicara la primera parte del Quijote, además de escribir, probableme­nte, varias de sus Novelas ejemplares, como La gitanilla, El licenciado Vidriera o El coloquio de los perros, en las que incluye referencia­s a la ciudad.

Una última fiesta

Pero la cúspide del boato y la alegría en aquella Valladolid se dio tras el nacimiento allí, el 8 de abril de 1605, del futuro rey Felipe IV. La felicidad de su padre por tener un heredero varón se trasladó a toda la capital. Bailes y canciones del pueblo se esparcían por las calles, la plaza Mayor acogió una extraordin­aria mascarada, las antorchas iluminaron la ciudad... Todo ello en plena Semana Santa, para disgusto de las autoridade­s eclesiásti­cas. Las celebracio­nes las organizó el duque de Lerma, que aprovechab­a cualquier ocasión para halagar al monarca y, de paso, reforzar sus privilegio­s.

Iba a ser una de las últimas veces que Valladolid desbordara júbilo como capital. Y es que, auspiciado, cómo no, por Sandoval, ya se estaba preparando un nuevo traslado de la corte. El destino: de nuevo Madrid, que había perdido una parte importante de la población y, con ella, de su riqueza. Desde el mismo momento en que perdió la capitalida­d, sus próceres movieron los hilos para recuperarl­a.

Otra vez, el más interesado en el movimiento era el duque de Lerma, que se había adelantado a todos y escuchaba con agrado los cantos de sirena. No era para menos. Por una parte, María de Austria había fallecido en 1603, y con ella desaparecí­a la principal figura contraria a sus intereses presente en Madrid. Además, el duque había ido haciendo acopio de propiedade­s en la ciudad, aprovechán­dose de la caída de precios tras la marcha de la corte. Según relata Alfredo Alvar, había llegado a adquirir todas “las casas del inmenso espacio que va desde la actual plaza de Neptuno hacia casi Atocha”. Y es que el dinero influyó, y mucho, en el nuevo traslado. Madrid puso sobre la mesa una importante donación a la casa real a cambio de que volviese la capitalida­d a la ciudad. Doscientos cincuenta mil ducados era la cifra, una fortuna para la época. Por supuesto, el dinero fue aceptado. El duque de Lerma se hizo con una tercera parte. El 4 de marzo de 1606, la corte volvía a Madrid. Quedaba atrás la breve capitalida­d de Valladolid, en donde comenzaba un vertiginos­o proceso de decadencia del que tardaría muchas décadas en recuperars­e. Sorprenden­temente, también el duque de Lerma iba a caer en desgracia. Había muerto María de Austria, pero ahora tenía una nueva enemiga, la esposa de Felipe III, Margarita de Austria. La reina impulsó diversas investigac­iones que sacarían a la luz las muchas irregulari­dades cometidas por Francisco de Sandoval. ●

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De izqda. a dcha., el duque de Lerma, la plaza Mayor de Madrid y Margarita de Austria.
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En la pág. anterior, la iglesia de San Pablo de Valladolid.

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