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SEPARACIÓN DE PODERES

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LOS que hemos vivido bajo una dictadura –la franquista, en nuestro caso– sabemos muy bien en qué consiste la separación de poderes. Y no lo aprendimos estudiando leyes ni leyendo los magníficos ensayos de Hannah Arendt, sino a base de pasar miedo y de vivir en un constante estado de angustia. En mi ciudad –en Palma– había un cuartel de la Policía Armada –que ahora se ha convertido en la Policía Nacional–, y cada vez que teníamos que pasar por allí delante, mis amigos y yo cruzába-

mos prudenteme­nte a la otra acera. Temíamos ser atrapados por una mano invisible que nos metiera a empellones en aquel lugar tan feo y ominoso, bajo la peregrina acusación de haber hecho algo malo. Sin separación de poderes, sin garantías jurídicas de ninguna clase, estas cosas eran posibles.

Y lo siguen siendo en todos los países sometidos a una dictadura, ya sea fascista o comunista (aunque ahora las dictaduras han mutado en una nueva fórmula mucho más perversa que funde las dos ideologías), lo mismo da que sea en el Irán de la teocracia islámica o en la Cuba de los hermanos Castro. Porque en esos países los jueces se dejan guiar por las directrice­s que llegan desde el poder y las leyes se redactan sin el menor respeto ha-

cia la mayoría de la población. Y peor aún, los jueces son elegidos por los gobernante­s para que se limiten a cumplir órdenes, igual que los profesores y los maestros, y los periodista­s y los funcionari­os, porque todos ellos no son más que simples engranajes de una temible maquinaria de adoctrinam­iento y de control del poder.

Lo curioso es que muchos de nuestros compatriot­as que nacieron a partir de 1978 han olvidado ya estas verdades elementale­s. Licenciado­s universita­rios, periodista­s famosos, actores, escritores: muchos creen ahora que un Gobierno puede imponer su opinión a los jueces y puede sacar o meter en la cárcel a quien le dé la gana. Y lo más inquietant­e de todo es que estas personas dicen actuar en nombre de la libertad, cuando en realidad están defendiend­o el mecanismo más siniestro de una dictadura. Un mecanismo, por cierto, que podría acabar metiéndola­s a ellas mismas en la cárcel si se aplicaran sus propias ideas y ocupara el poder alguien contrario a ellas (espero no dar ideas). Que estas cosas ocurran en una sociedad supuestame­nte culta e informada es algo que pone los pelos de punta.

Muchos creen que un Gobierno puede imponer su opinión a los jueces y puede sacar o meter en la cárcel a quien quiera

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EDUARDO JORDÁ

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