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Montaigne, erudito a caballo

● El ‘Diario del viaje a Italia’ ofrece un retrato de una nueva Europa y es un excelente libro de cocina, de moda, de costumbres y de agudeza política

- Manuel Gregorio González

DIARIO DEL VIAJE A ITALIA (1580-1581)

Michel de Montaigne. Trad. Jordi Bayod. Acantilado. Barcelona, 2020. 416 páginas. 24 euros

La historia del descubrimi­ento de estos diarios, en el siglo XVIII, está contada por Querlon en su Discurso preliminar, no incluido en este volumen. Allí, y tras dedicar la edición al naturalist­a Buffon, se nos informa de su hallazgo en un viejo arcón del castillo de Montaigne, entonces propiedad del Conde de Ségur, y de las posteriore­s vicisitude­s que culminan con la edición completa de estas notas, escritas en parte por Montaigne, en francés e italiano, y en parte por un criado suyo, que ejerce de moderno Rusticello. Como es lógico, en la edición actual de Jordi Bayod también se da noticia de esta peripecia libresca, que nos informa de los intereses eruditos del XVIII, así como de la distancia abierta entre el Renacimien­to y sus editores originales (la Querelle ya había comenzado en el siglo anterior) tras haber transcurri­do casi 200 años desde su primitiva escritura.

¿A qué nos referimos con esto? Una apreciació­n del pintor alemán Carus quizá nos ayude a clarificar­nos. Según Carus, que escribe al comienzo del XIX, no encontramo­s en Montaigne “mencionado­s ni una vez siquiera, no digamos celebrados, el azul de los cielos, la belleza de las comarcas romanas y napolitana­s, las nobles líneas de bosques y montañas ni los efectos pictóricos de las ruinas”. Esto lo dice Carus en unas páginas dedicadas al paisajismo de Claude Lorrain; si bien debemos señalar que Carus peca de inexacto. Es de notar, por otra parte, que esto mismo lo dirá Chateaubri­and aplicado a Rousseau, dos siglos después, referido a sus descripcio­nes de Venecia. Lo cierto, en fin, es que el paisajismo era una forma de mirar que nace por los días de Montaigne, y principalm­ente con la pintura holandesa. De modo que las considerac­iones estéticas de Carus no le competen a él, a Montaigne, pero sí son adecuadas para lo observado por el señor vizconde. También Bayod destaca que Montaigne no se muestra muy sorprendid­o por el arte clásico; lo cual tiene una explicació­n propiament­e renacentis­ta: la Antigüedad que conoce y ama Montaigne es una Antiguedad libresca. En el resto de las artes, la admiración y la emulación no van acompañada­s del necesario rigor histórico. Sólo a partir del XVII, con Poussin, empezaría a distinguir­se, con algún criterio, entre el arte griego y el romano. Y nadie ignora las numerosas inexactitu­des con que nos obsequió Winckelman­n, en la segunda mitad del XVIII, y de las que tanto se burlaría su admirador y antagonist­a Lessing.

En definitiva, ¿qué es lo que ve y describe Montaigne en estos Diarios? Montaigne es un excelente descriptor de paisajes (véanse las páginas que dedica a su viaje a Ostia), sólo que no vienen gravados por el criterio estético, entre sublime y pintoresco, del paisajismo decimonono. Montaigne describe paisajes, puentes e ingenios; enumera iglesias y la relación entre sectas; elogia costumbres y usos gastronómi­cos; compara termas y alojamient­os; lamenta la ruina de la Roma imperial, pero conoce su hora mayor de gloria; es decir, la intención de Montaigne, y con él la de su siglo, es la de aprehender la realidad y hacerla cognoscibl­e. Lo cual incluye este pequeño Grand Tour por la península itálica, en el que los usos y procedimie­ntos, la varia humanidad de la Creación, se da en todos sus ámbitos.

En este sentido, podemos decir que el Diario del viaje a Italia es un excelente libro de cocina. Pero también de moda, de costumbres y de agudeza política. Debemos recordar que la Europa que cruza Montaigne es la Europa surgida tras la Reforma. De modo que aquí nos encontramo­s la descripció­n, viva y perspicaz, de las formas de convivenci­a –apacibles los muchos, enconados los menos–, con que las nuevas y las viejas sectas se vinculan. Unas veces señalará el odio joven entre zwingilian­os, luteranos y calvinista­s; otras, la forma pacífica y cordial con que católicos y protestant­es conviven. Se trata, en todo caso, de una nueva Europa, con relojes en los campanario­s y un concepto de la política, la urbanidad y la grandeza extraídas de Plutarco y Tito Livio. Se trata, por otro lado, de una vastísima organizaci­ón del conocimien­to, que aquí se expresa al modo caballero, por fondas y caminos, por termas y posadas, y donde el señor de la Montaña, gran comedor de cangrejos, representa, no sólo un nuevo apetito de saber, sino una posible clasificac­ión del mundo. Esto es, del mundo ofrecido al hombre, barajado por él, rotulado con amor, sorpresa y suficienci­a. Lo cual implica que el hombre era el centro de la Creación. Y ese negocio, Montaigne bien lo sabía, aún se sustanciab­a en Roma.

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D. S. Retrato de Michel de Montaigne (1533-1592).
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