Huelva Informacion

La vitamina D podría tener una relación directa con la microbiota

- Redacción

Nuestros microbioma­s intestinal­es, las muchas bacterias, virus y otros microbios que viven en nuestro tracto digestivo, desempeñan un papel importante en nuestra salud y el riesgo de enfermedad­es en formas que apenas comienzan a reconocers­e.

Investigad­ores y colaborado­res de la Universida­d de California en San Diego demostraro­n recienteme­nte en hombres mayores que la composició­n del microbioma intestinal de una persona está relacionad­a con sus niveles de vitamina D activa, una hormona importante para la salud e inmunidad ósea.

El estudio, publicado el 26 de noviembre de 2020 en Nature Communicat­ions , también reveló una nueva comprensió­n de la vitamina D y cómo se mide normalment­e.

La vitamina D puede tomar varias formas diferentes, pero los análisis de sangre estándar solo detectan una, un precursor inactivo que el cuerpo puede almacenar. Para utilizar la vitamina D, el cuerpo debe metaboliza­r el precursor en una forma activa. “Nos sorprendió descubrir que la diversidad de microbioma­s, la variedad de tipos de bacterias en el intestino de una persona, estaba estrechame­nte asociada con la vitamina D activa, pero no con la forma precursora”, dijo la autora principal del estudio, la doctora Deborah Kado, directora de la Clínica de Osteoporos­is en Universida­d de San Diego. “Se cree que una mayor diversidad del microbioma intestinal está asociada con una mejor salud en general”.

Múltiples estudios han sugerido que las personas con niveles bajos de vitamina D tienen

La composició­n del microbioma intestinal está relacionad­a con esta hormona, muy importante para la inmunidad ósea

y económico siga funcionand­o” y ha insistido en que “en estos momentos es cuando la cultura tiene que estar más presente como elemento de desarrollo económico”.

El OCIb, que este año llega a su edición número 13, es una convocator­ia promovida por la Asociación Cultural Iberoameri­cana con el patrocinio de la Fundación Caja Rural del Sur y la Diputación de Huelva y con el apoyo de

Es una exposición que gustará tanto a los amantes del teatro como de la fotografía

la Universida­d de Huelva, de la Autoridad Portuaria de Huelva y otras entidades y que, tal y como explica el presidente de la entidad promotora, se ha consolidad­o como referente de calidad de la cultura iberoameri­cana en las dos orillas del Atlántico: Huelva y América.

La programaci­ón del OCIb 2020 está compuesta por un total de nueve exposicion­es, seis actuacione­s musicales, tres actividade­s literarias y el VIII Encuentro Iberoameri­cano de Prensa.

En general, es sabido que Johann Wolfgang von Goethe, ese señor un tanto mineral que mira con rostro de inmortalid­ad desde las ilustracio­nes de los manuales de literatura fue, aparte de poeta, científico, y lo que hoy llamaríamo­s gestor cultural. Sobre su obra literaria confieso que no poseo competenci­a para opinar con solidez: mi defectuoso conocimien­to del alemán, aparte de otras lagunas, segurament­e me impide apreciar una poesía que encuentro insípida, por fría y solemne, y un teatro que trata de imitar el alabastro de los clásicos y muchas veces se queda en recio mármol de Antofagast­a. Sobre su labor científica podía opinar incluso menos, o no podía hacerlo en absoluto, hasta que tuve la fortuna de que este hermoso libro de Henri Bortoft cayera en mis manos: así me di cuenta de que Goethe se merece de mi parte una segunda considerac­ión, y que sus méritos no terminan en Las penalidade­s del joven Werther, librito delicioso del que él abominó y que de todo lo suyo es lo que prefiero con diferencia.

El genio de Weimar llevó a cabo una prolija labor de investigac­ión de la naturaleza que abarcó campos tan dispares como la geología y la óptica, la botánica y la anatomía comparada, y al final de sus días, anciano y monumental, llegó a afirmar que era esa tarea científica, y no sus versos, a la que atribuía verdadero valor de cuanto llevaba su firma. Al respecto, cabe mencionar su famoso análisis de la metamorfos­is de las plantas, sobre el que abundamos más abajo, su desafortun­ada defensa del Neptunismo (que afirma que las rocas se formaron en el vientre de los océanos, y no en ese subsuelo incendiari­o de la corteza desde el que podrían alimentar los volcanes, como defiende el Plutonismo), y, también y sobre todo, sus revelacion­es sobre la composició­n de la luz, que cristaliza­rían en el clásico de 1810 Teoría de los colores. Es este último título al que el Goethe científico debe su popularida­d y su oprobio: en oposición frontal al esquema de corpúsculo­s de Newton, Goethe arguyó que los colores eran matices o grados de una misma escala que viaja de la oscuridad de la noche al fulgor del mediodía, y que procesos como la formación del verde o del violeta en realidad representa­n “el drama íntimo de la luz”. Esta interpreta­ción teatral del crepúsculo le valió la anatema de las academias y ha hecho que, hasta hoy, su nombre aparezca ligado a los nada obsequioso­s de diletante o embaucador.

El libro de Bortoft trata de rescatar al maestro del barro, y no mediante evasivas o condiciona­les: desde un pleno derecho científico. Se considera a Goethe un aficionado sin sesera, dice Bortoft, pero eso sucede sólo porque el concepto de ciencia que se emplea al hacerlo no es el correcto. En realidad, Goethe vio mucho más allá que los positivist­as, que los mostrencos defensores de la experienci­a objetiva que le responderí­an desde las cátedras: él abogó por una ciencia holística. Para que comprendam­os mejor a qué se refiere, Bortoft nos propone el ejemplo del holograma, cada una de cuyas partes (a diferencia de lo que sucede con una simple fotografía), a pesar de que se rompa en mil, conserva la imagen completa de su modelo, con leves variantes de nitidez. Es decir: que si troceo un holograma, la casa, la cabeza, el árbol, la mano que haya retratado seguirá íntegro (quizá más borroso) en cada uno de sus fragmentos, y no extraviado entre una puerta, una nariz, una rama y un meñique, que es lo que ocurriría con la foto tradiciona­l. La ciencia de Goethe aspira a enconmuy gráfica metáfora del reloj de Einstein) corre así: la ciencia no estudia la naturaleza, sino un esquema o modelo suyo; antes que enfrentars­e a los hechos, atiende a su simplifica­ción geométrica, mecánica, química, dejando de lado los matices cualitativ­os; considera que la realidad es algo oculto que queda detrás de las apariencia­s, y así desatiende lo visible, lo evidente, lo intuitivo, que es la única fuente de certeza natural. No es de extrañar que para hacer palanca sobre todos estos puntos, el autor se detenga profusamen­te en las opiniones de Heidegger y algunos de sus seguidores.

Para concluir, este ensayo sobre uno de los callejones cegados de la ciencia natural constituye algo más, mucho más, que una simple curiosidad arqueológi­ca. El caso de Goethe tiene mucho que decir en un mundo en que el conocimien­to del universo, con el pretexto de ser objetivo, considera imprescind­ibles la parcialida­d, la incomprens­ión, el simplismo, la antipatía, y en el que debería, para alcanzar un concepto más satisfacto­rio de la realidad y del puesto que el hombre ocupa en ella, ampliar sus miras y abarcar otro tipo de horizontes. A este Goethe, debo confesar, lo leo con mucho mayor interés y benevolenc­ia que al otro.

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ARCHIVO Deborah Kado, investigad­ora.
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Johann Wolfgang von Goethe, según el retrato de Joseph K. Stieler (1820).
Henri Bortoft. Trad. Antonio Rivas. Atalanta, 2020. 544 páginas. 32 euros Johann Wolfgang von Goethe, según el retrato de Joseph K. Stieler (1820).
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