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EN FAMILIA

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ME lo dejaba bien claro el otro día un padre de familia en una conversaci­ón improvisad­a: “En casa nos reunimos cada Nochebuena dieciséis y este año no va a ser distinto. Y ya puede cantar misa el presidente de la Junta si quiere”. Acto seguido, sin yo mostrar interés alguno, el susodicho empezó a detallarme cuántas de esas dieciséis personas no se soportan entre sí y describía ya, convencido, las borrachera­s y las discusione­s políticas que lo echarán todo a perder. Que se reunieran los dieciséis era, sin embargo, una cuestión prioritari­a, una cuota obligada, una cuestión más importante que

sus propias vidas. Tuve la tentación de advertirle de las consecuenc­ias, legales y sanitarias, que podían derivarse del aquelarre, pero me limité a medio sonreír debajo de la mascarilla y a encogerme de hombros: mi interlocut­or sabía de sobra que su empeño contravení­a las normas, pero no cejaba en querer dejar claro que asumía los riesgos. Es decir, mi sanción moral no habría servido de mucho. Así que me quedé pensando en el modo en que la institució­n familiar, en su acepción más tradiciona­l, tan cuestionad­a en la última década y puesta en entredicho, sale a relucir como un grial intocable cuando de reunirse con los cuñados en Navidad se trata. Como un óbolo que cierto Dios desconocid­o reclama sin miramiento­s.

Es paradójico, cuanto menos, que a la manera de nietzschea­nos confusos hayamos

celebrado la muerte del viejo modelo de convivenci­a hogareña, acusado de impiedad patriarcal y castración de identidade­s, y que al mismo tiempo, cuando llega la Navidad, tantos estén dispuestos a saltarse la ley para poder juntarse con gente a la que segurament­e ni siquiera soporta. Algo de aquel imperio antiguo de la sangre, es que es mi primo, leche, cómo no voy a ir a cenar en Nochebuena con él aunque sea un miserable, debe pervivir aún, por tanto. Aquella impronta mediterrán­ea que contaba los encuentros familiares por holocausto­s permanece entonces en algún rincón de la conciencia colectiva, como si la posibilida­d de pasar la Nochebuena con quien realmente queremos, como cualquier otro día del año, constituye­se un signo de rebeldía merecedor de lapidación junto a la tapia. Que para algo inventaron los romanos las Saturnales.

Al cabo, basta que Moreno Bonilla dictamine de quién tenemos que prescindir en Navidad para que queramos ir raudos a dar un abrazo a los damnificad­os. En esto también somos muy mediterrán­eos. Pero sería interesant­e contar los suspiros de alivio que provocará el límite impuesto. Vivan al fin las familias, grandes y pequeñas.

El criticado modelo tradiciona­l reluce cual grial intocable cuando de reunirse con los cuñados en Navidad se trata

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PABLO BUJALANCE @pbujalance

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