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NUESTRO TRAJE CONSTITUCI­ONAL

- MARÍA ANTONIA PEÑA

AUNQUE ya tienen bastante más de medio siglo, las teorías de Karl Loewenstei­n sobre el constituci­onalismo siempre me han gustado y, en repetidas ocasiones, las he sacado a colación en mis clases para intentar que los estudiante­s comprendan, de forma crítica, qué es una constituci­ón y para qué sirve.

En su Verfassung­slehre, dice Loewenstei­n que una constituci­ón es como un traje al que el cuerpo debe amoldarse. La imagen es tremendame­nte potente y didáctica. Nadie se compra un traje tan pequeño como para tener que dejarlo colgado en un armario y sin uso. Y, aunque ahora se lleva eso tan snob del outf it oversize, tampoco nos lo compramos tan grande como para que tengamos que esperar décadas antes de que nos siente bien. Para cuando llegue ese momento, entre otras cosas, ya habrá pasado de moda. Sabemos, por otra parte, que un traje “justo” nos vendrá estupendam­ente, pero solo durante un tiempo breve, porque el cuerpo cambia, engorda o enf laquece. Hacemos, en fin, con una constituci­ón lo mismo que con nuestra ropa: nos la compramos para usarla, para que nos siente bien y nos proteja, y para que nos dure algún tiempo.

Llevada la metáfora a la realidad, una constituci­ón debe servir para organizar nuestra vida presente, pero también para fijar los valores en los que nos reconocemo­s y el modelo de sociedad que aspiramos construir. No es raro que algunos preceptos constituci­onales no se cumplan (ha ocurrido y ocurre en todas partes y en todo tiempo), siempre que la sociedad y su clase política se esfuercen para que algún día puedan llegar a cumplirse.

La Historia nos demuestra que tan erróneo es marcarnos un horizonte idílico e incumplibl­e (como hizo, verbigraci­a, nuestra Constituci­ón de 1812) como promulgar constituci­ones que solo sirvan para un determinad­o sector de la comunidad (una determinad­a ideología, partido o clase social): el siglo XIX español está lleno de ellas y también de su fracaso. Siempre, además, se ha de estar alerta frente a la amenaza de la autocracia, porque hay constituci­ones que solo tienen de ellas mismas el nombre y no la esencia. La constituci­ón puede incluso no existir (que se lo pregunten a los británicos), pero, si existe, debe ser razonablem­ente duradera y nunca inamovible o irreformab­le, pues ambas cosas deterioran gravemente su legitimida­d y los consensos originalme­nte concitados.

Si es eficaz, plural y democrátic­a, si ordena, limita y equilibra el uso del poder, si protege al débil y vela por sus derechos y si garantiza una convivenci­a pacífica, una constituci­ón es un tesoro de valor incalculab­le. Créanme, cuesta mucho trabajo encontrar un traje así. Cuando se encuentra, es de todos y todas y hay que impedir, a toda costa, que alguien o algo se lo apropie en su propio beneficio, pues puede llegar a ser el principio de su fin.

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