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HOY COMO AYER

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VUELVE a hablarse, a cuenta de las nieves, de una Pequeña Edad de Hielo, expresión que puso de moda el arqueólogo Brian Fagan, hace ahora veintiún años, con una obra que se titulaba precisamen­te así, La Pequeña Edad de Hielo, donde se analizaba la crudeza de las temperatur­as y la arbitraria virazón del clima desde el siglo XIV al XIX. Es famoso, a este respecto, el año de 1816, conocido como “el año sin verano”, cuyos fríos se vieron agravados por la erupción del Tambora, y cuya consecuenc­ia más benéfica acaso fuera la redacción del Frankenste­in de Mary Shelley, a orillas del lago Ginebra, debido al tiempo adverso que padecieron los ilustres veraneante­s de Villa Diodati.

La obra más completa, sobre este asunto, quizá sea El siglo maldito de Geoffrey Parker (se refiere al siglo XVII), entre cuyas numerosas citas iniciales destaco ésta de Angélique Arnauld, abadesa de Port-Royaledes-Champs en 1654: “Un tercio del mundo ha muerto”. Añadamos nosotros que había muerto de frío, de hambre y de epidemias varias. Según se desprende de los estudios sobre la historia del clima, hay una estrecha relación entre las manchas solares y la volubilida­d climática. Y otra porción de factores que ignoramos o son ajenos a la actividad humana. Una de las ventajas del globalismo es que ha propiciado tanto una historia global del hombre como una investigac­ión histórica, vale decir, universal, de la climatolog­ía. El excelente historiado­r alemán Philipp Blom ha tratado de relacionar, tal vez sin mucho éxito, la Pequeña Edad de Hielo con el Cambio Climático. Mientras que el norteameri­cano Harper achacaba la caída de Roma a las epidemias y al clima, como antes Gibbon, Winckelman­n o Bulwer-Lytton lo habían atribuido a la corrupta barbarie de los romanos.

Lo cierto es que los teólogos del Apocalipsi­s, como Bauman, pecan de optimismo cuando creen que sin los desafueros del capitalism­o se acabarían nuestros problemas. Más exacto sería decir que la industrial­ización del mundo, del XVIII a nuestros días, no ha hecho sino agravar un fenómeno descomunal, que escapa a nuestros talentos. A la sociedad del XXI le correspond­e frenar o revertir los efectos nocivos causados por el hombre. Lo cual no implica, en ningún caso, controlar o dirigir el clima. “Si hubiera que creer en el Juicio Final –escribe el juez Renaud de Sévigné en 1652–, diría que está teniendo lugar ahora mismo”. Esto es, que los apocalípti­cos ya estaban aquí, no sin motivo, antes de que llegaran el carbón y la máquina de vapor.

A la sociedad del XXI le correspond­e frenar o revertir los efectos nocivos causados por el hombre

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MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

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