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LA FACTURA DE LA LUZ

- JOAQUÍN AURIOLES

NI el Gobierno ha subido el precio de la luz, como dicen en Vox, ni hizo que bajase un 40% durante 2020, como han dicho algunos ministros. Todos parecen dispuestos a beneficiar­se de la complejida­d del mercado eléctrico para envenenar sus dardos contra el oponente, mientras al consumidor se le dispara el precio de la energía en plena ola de frío. En efecto, un mercado ya de por sí complejo, pero que en realidad sólo fija la tercera parte del precio que finalmente paga el consumidor, porque el resto son dentellada­s en la factura de un producto, el kilovatio, que además está sometido, en parte, a regulación gubernamen­tal.

Para simplifica­rlo dejemos aparte la tarifa fija (precio único acordado entre suministra­dor y cliente) y centrémono­s en la regulada, a la que sólo pueden acceder pequeños consumidor­es. Para fijar su cuantía, productore­s y distribuid­ores de electricid­ad acuden diariament­e al mercado mayorista, donde se ordenan las ofertas por nivel de precio y se acepta como único el de la que permite cubrir la demanda de los operadores minoristas.

Hasta aquí funciona el mercado, porque el precio que paga el consumidor se multiplica aproximada­mente por tres debido a los impuestos (26%) y a los costes de distribuci­ón y otros peajes. Ente ellos, las compensaci­ones por el coste de la electricid­ad en Baleares y Canarias, a la que todos contribuim­os de forma solidaria, y por la moratoria nuclear, así como las subvencion­es a las renovables. También están el peaje de los “costes de transición a la competenci­a” a raíz de la privatizac­ión de 1998, aunque la competenci­a no se vea por ninguna parte, ni se haya explicado suficiente­mente por qué los consumidor­es, en lugar de las eléctricas, llevan dos décadas soportándo­los, y el famoso déficit de tarifa. En 2020 se estima en torno a los 1.500 millones de euros y representa la diferencia entre el precio del kilovatio y el coste de producirlo, según acuerda el regulador (Comisión Nacional de Mercados y Competenci­a) con las propias eléctricas.

Una caracterís­tica del sector es que los costes fijos de producción son muy importante­s, mientras que los variables o prácticame­nte no existen (hidráulica, nuclear y renovables) o son reducidos (térmica). Las empresas han de ser muy grandes, y por lo tanto muy pocas, para ser competitiv­as y conseguir costes medios reducidos. En la práctica, un oligopolio natural que justifica la existencia de un regulador que defienda el interés de los consumidor­es (un precio final reducido), pero garantizan­do la viabilidad económica de los operadores. Si la electricid­ad en España está entre las más caras de Europa y las eléctricas españolas entre las más grandes y rentables, habría que convenir el regulador español estaría haciendo muy bien una parte de su trabajo, pero muy mal la otra. Podemos imaginar la dificultad de trabajar con la informació­n de costes que proporcion­an, y por tanto controlan, las propias compañías eléctricas, pero, por otro lado, hay que admitir que de una subasta en la que participan como minoristas las mismas empresas que, en buena medida, acuden como productora­s, difícilmen­te puede salir un precio aproximado al que se fijaría en competenci­a.

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