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UN PEQUEÑO ROBOT CAMINA SOBRE EL POLVO

- MARÍA ANTONIA PEÑA

AHORA que nuestros mayores, por miles, ocupan y estercolan nuestra tierra; ahora que el hambre engendra colas; ahora que el mañana es una incertidum­bre yerma; ahora que no pocos políticos se arrancan los votos a dentellada­s, mientras encadenan su costado a los sillones… Ahora, reconforta más que nunca saber que, al menos, a unos 60 millones de kilómetros de nuestro planeta, hay un pequeño aparato haciendo bien su trabajo, intemporal, ajeno a todo, en soledad y con mucha perseveran­cia. Explora, recoge muestras, envía fotos exóticas de helados páramos rojizos en los que quizás, por qué no, podría estar la solución a algunos de nuestros males e interrogan­tes: un nuevo recurso útil, una cura para el cáncer, una pista más sobre el origen de la vida. Se equivocan de medio a medio quienes creen que la investigac­ión espacial y la exploració­n del universo consumen indebidame­nte los fondos que se requeriría­n para atender a otros problemas dolorosos en la Tierra. No son esos, precisamen­te, los fondos que se están despilfarr­ando. Ni la ciencia ni el conocimien­to son nunca un despilfarr­o; por el contrario, son lo único que puede salvarnos de nosotros mismos. Y más nos valdría estar atentos a las lecciones que nos da ese mundo exterior, infinito e ignoto: la relativida­d del tiempo y el espacio, el cuestionam­iento de nuestras falsas seguridade­s, las vidas alternativ­as, la insignific­ancia de lo humano…

Desde Marte, el planeta azul debe de verse muy, pero que muy pequeño. También tremendame­nte frágil y prescindib­le. Es lo que tiene mirar las estrellas: son ellas las que nos dan la verdadera medida de lo humano y las que nos demuestran que lo que creemos real dejó de existir, quizás, hace cientos de miles de años. De ahí la fascinació­n que produce su contemplac­ión. Una fascinació­n que amplifica sin límite la que, a la inversa, experiment­amos cuando desde la ventanilla del avión observamos el mundo, sintiéndon­os como gigantes que se deleitan mirando un hormiguero.

En Marte, un pequeño robot camina sobre el polvo y las rocas oxidadas, mientras Fobos y Deimos, pálidos pedruscos estelares, amanecen y atardecen descompasa­dos. Le esperan, quizás, el Monte Olimpo, los Valles Marineris y la cuenca Boreal. Curiosamen­te, le hacemos buscar la vida en un planeta que no aparenta tenerla, mientras nosotros destruimos la que nos rodea, sistemátic­amente, unas veces por ambición y otras, por diversión, soberbia o vanagloria. A pesar de todo, a pesar de esta paradoja, tranquiliz­a saber que la inteligenc­ia humana es capaz de tales proezas y, mientras llega el momento en que se aplique a muchas otras cosas, envío mi mente al planeta rojo y, por el camino, la entretengo con asteroides, estrellas fugaces, galaxias y perseidas.

Reconforta saber que a unos 60 millones de kilómetros de nuestro planeta, hay un pequeño aparato haciendo bien su trabajo

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