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EL MESÓN DE ROSENDO

- JUAN VILLA

HACE varios lustros cerraba un artículo en este mismo periódico sobre Rosendo Martín –alma máter del Mesón el Tamboriler­o de Almonte- con estas palabras de Chateaubri­and: “El estilo no se aprende, es un don del cielo, es el talento”. El artículo llevaba por título Rosendo o el estilo. Hablaba en él de la creación de una cocina personalís­ima, popular, espontánea, de materiales humildes…y brillante, algo así como el humor de Chiquito de la Calzada, de esas cosas que nacen de lo natural, de las fibras más auténticas del pueblo y que habría que insertar en el ámbito de lo inefable, de lo que no se puede explicar con simples palabras, salen así y vaya usted a saber por qué.

En estos días se cumple el medio siglo del nacimiento del Mesón de Rosendo –que es como siempre lo conocimos los de aquí–, medio siglo en el que la tradición y la renovación en su cocina se equilibran, ambición que hoy mantienen con acierto sus hijos.

Pero el Mesón de Rosendo, aparte de lo dicho, significa para mi generación en concreto mucho más. Andábamos en aquellos días luchando por dejar atrás la adolescenc­ia; ni en las innumerabl­es tabernas del pueblo en las que reinaban el mosto del año y los altramuces, ni en algunos bares, pocos, en el centro, o en el casino, copados por nuestros padres y abuelos, teníamos cabida. Fue en el mesón en el que mi generación logró poner su pica en Flandes. Era el mesón de entonces un local casi cuadrado, parte de una antigua bodega, con dos niveles; en la zona más baja estaba la barra y varias mesas de poca altura flanqueada­s por bancos alargados, en la parte alta, mesas ya más convencion­ales con sus sillas correspond­ientes. La parte baja funcionaba para el tapeo y la alta para comidas más formales.

Pues bien, fue en la parte del tapeo, en dos pequeñas mesas protegidas por un murete entrando a la derecha, donde vinimos a afirmarnos como adultos o preadultos más de uno, donde conseguimo­s a fuerza de insistir que nos terminara por gustar la cerveza y el tabaco, tan amargos ambos para nuestros núbiles paladares. Allí surgieron amores y desamores –por primera vez en la historia, las jovencitas entraban en un bar mezcladas con los varones– entre risas, chistes y peloteras. Allí, en aquel rincón, conf luíamos sin cita previa noche tras noche sintiendo por vez primera tener un espacio propio, algo así como los célebres clubs para los ingleses.

Toda vida es en cierta manera un rosario de deudas: a nuestra familia, a nuestros maestros, a nuestros amigos y a nuestros enemigos, a los libros que leímos, a las películas que vimos… A toda esta lista, que podría ser muy larga, mi generación debe añadir una deuda más, y muy especial, a Rosendo, al Mesón de Rosendo, por darnos cobijo y auparnos en aquellos años desteñidos, opacos, en los que nuestras cabezas, como el propio país, se empezaban a desperezar.

Curiosamen­te fue un 19 de marzo, día del padre, en el que abrió sus puertas el Mesón el Tamboriler­o. Mi generación siempre estará en deuda contigo, Rosendo, en cierto grado fuiste un padre para ella: feliz cincuenta aniversari­o.

Tenemos una deuda con él por dar cobijo y auparnos en aquellos años desteñidos

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