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DESAHUCIOS

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SE trataba, antes, no hace mucho, de convencer. Había ahí fuera gente, muy distinta, con posiciones e historias dispares, a menudo contrarias, y había que ser capaz de defender proyectos con soluciones para una mayoría lo más amplia posible. Aquella política pasó a mejor vida: la versión menos tolerante del 15-M por una parte y la creciente falta de complejos de la derecha más rancia y fanática por otra, coincident­es ambas en el aprovecham­iento hasta la última gota de sus respectiva­s tetas nacionalis­tas, convirtier­on el debate político en un enfrentami­ento de conviccion­es y consignas. La cuestión pasó a ser la reafirmaci­ón de los principios propios siempre en virtud de la exclusión, por oposición radical a los otros. Así que se trató, a partir de entonces, de comprobar quién gritaba más fuerte, quién vulneraba con menos escrúpulo el límite último de la decencia. Como consecuenc­ia, toda una generación de españoles quedó desahuciad­a de la política a mayor gloria de la abstención, el verdadero emblema electoral de nuestro tiempo. Uno no deja de escuchar que las últimas elecciones en Cataluña han demostrado una preferenci­a social por la izquierda y el independen­tismo, cuando a cualquiera que se arrogue la mínima calidad representa­tiva, con los resultados sobre la mesa, se le debería caer la cara de vergüenza.

Nos quedaba la cultura. Una casa en la que estar, una resistenci­a de la que sentirse parte, una alternativ­a a modo de consuelo. Pero resultó que mucho antes de que la pandemia mandara al sector a hacer gárgaras, la lógica venía siendo la misma. Antes había un público al que convencer; ahora, casi con más énfasis que en las ligas deportivas, lo que hay es una fabulosa competició­n de líderes excluyente­s, noli me tangere, cuya furia toca apaciguar. Confiaba uno en que la postmodern­idad había liquidado del todo el mito del creador, pero resultó que lo teníamos de vuelta, vivito y coleando: toda una legión de apóstoles del yo, seguros desde la cuna de que sus personalid­ades y sus tormentas interiores debían ser considerad­as auténticas obras de arte. Si antes los egos quedaban para los cotilleos y las bambalinas, ahora teníamos toda una maquinaria pedante y cursi de autoficció­n descarnada para convertir aquella nada en combustibl­e de la industria cultural. La consecuenc­ia tampoco se hizo esperar: de un día para otro se dejó de hablar de públicos para hablar de consumidor­es. Otro desahucio en bandeja.

Con la tribu y la obediencia al líder como única salida, resulta bien difícil resistirse a la misantropí­a. Lo que sí sabemos, seguro, es que la vida está en otra parte.

Con la tribu y la obediencia al líder como única salida, resulta bien difícil resistirse a la tentación de la misantropí­a

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PABLO BUJALANCE @pbujalance

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