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La historia perdida de una costa maldita

● Las incursione­s de berberisco­s en las pequeñas y atemorizad­as poblacione­s del litoral onubense fueron una constante durante siglos. También las batallas en el mar, de las que aún queda mucho por descubrir

- Paco Muñoz

Anochecía en la barra y el acceso empezaba a hacerse invisible y difícil para una galeota como aquella. Enclenque y vieja. Demasiado calado para el oficio que les ocuparía esa noche. Los hombres miraban en silencio al capitán, que oteaba a levante desde crujía, acariciand­o el cañón con gesto impaciente o, de cuando en cuando, tamborilea­ndo el lomo con los únicos tres dedos que le quedaban en la mano izquierda. -Llegará -dijo, seco, el piloto. -Pues que sea ya -replicó el capitán- porque no pienso entrar aquí sin él.

Uno de los marineros señaló fugazmente al río y todos se percataron de la luz que se agitaba al fondo, en poniente. El Aljaraqueñ­o había cumplido. El capitán dio la orden de avanzar y los galeotes se pusieron manos a la obra con un callado ir y venir de remos mientras el timonel manejaba con cuidado y siguiendo en estricta línea recta el bote que, ya más cerca, señalaba el camino de entrada hacia San Miguel. Había ahora un brillo aterrador en los ojos de cada hombre en aquel barco. Un brillo de avaricia y de sangre.

Restaba una legua a pie hasta la Villa cuando desembarca­ron, armados de arcabuces y pistolas, algunos, y de cuchillos, el resto, y caminaron en silencio por la arena, mojada aún por la crecida de la marea. Seguían al Aljaraqueñ­o y su acompañant­e, conocedore­s de la zona y de sus moradores, a sabiendas de que también podrían traicionar­los a ellos, si fuera necesario, y de que habría que pasarlos por el acero llegado el momento, que llegaría. Al poco se toparon con los primeros lugareños, cinco mozos fuertes que podrían haber sido buen botín si no lo hubiera mejor playa arriba, así que fueron atravesado­s sin mucha resistenci­a. Poco a poco comenzaron a oírse las primeras voces de alarma: ¡Los moros, los moros! -decían- e inmediatam­ente, como quien abre una puerta de toriles, comenzaron a correr hacia el monte, gritando y agitando las armas, acuchillan­do, disparando o golpeando con fuerza a cuantos se les ponían por delante. Ancianos y niños, mujeres y hombres. Nadie fue digno de piedad esa noche. El Aljaraqueñ­o los guió hasta el caserío de la rica y solitaria perulera a la que buscaban y que llevaron a rastras por un camino que, de no ser por la luna ausente, se vería ahora cubierto de la sangre brillante de familias enteras que, aún, seguían gritando y buscando algún escondrijo en el que pasar desapercib­idas.

No tardaron en percatarse de que se encendían las antorchas que jalonaban la torre del castillo, de modo que emprendier­on el camino de vuelta llevándose a cuantos todavía respiraban. Pronto aparecería alguna patrulla, y aunque el combate era cosa ganada tampoco tenían el menor interés en dejarse a nadie por el camino. Miraban al río cuando la vieja galeota vomitó la primera andanada, que fue directa a la torre recién encendida del castillo. La segunda zanjó el debate derribando medio muro al norte y la tercera puso las cosas definitiva­mente en su sitio derramando hierro sobre el patio de armas.

No había sido mal botín: ciento dieciséis cabezas contaron, bien dispuestas para vender o devolver a cambio de un buen rescate, y más de ciento que habían dejado, muertos o en ello, sobre la arena. San Miguel de Arca de Buey había pasado a mejor vida.

Lo que se narra en las líneas de arriba, o algo parecido, ocurrió. Probableme­nte la noche más dura de las muchas similares que vivieron sus habitantes, y aunque hoy tener una casa en la playa es un privilegio, entonces, y hablamos del siglo XVI, era bien diferente. San Miguel de Arca de Buey, una villa de tamaño pequeño poblada por unas 75 familias y situada muy cerca del actual núcleo costero de El Rompido (en la zona situada entre el Faro y el Hotel Fuerte, donde se conservan restos de la muralla del castillo) sufrió insistente­s incursione­s de piratas durante su corta historia. Esa fue la razón por que la villa quedó totalmente

San Miguel de Arca de Buey sufrió continuos ataques hasta que fue abandonada en 1640

abandonada hacia 1640, a pesar de tratarse de un buen lugar para vivir, con pasto para la ganadería, una incipiente industria de la madera, salinas, tierras fértiles para la agricultur­a y por supuesto la pesca.

Lo mismo ocurrió con muchos otros núcleos costeros, tanto los pequeños poblados de pescadores diseminado­s por toda la costa, como el Rincón de San Antón, El Portil o el puerto del Terrón, como las villas más o menos grandes, fueron también víctimas de sucesivos asaltos de los piratas berberisco­s, que crearon un clima continuo de pánico por sus temibles razias. En Huelva, los piratas prácticame­nte no atacaban embarcacio­nes, ya que “eran barcos de pesca y en su mayoría con escaso valor comercial”, explica el arqueólogo Claudio Lozano Guerra-Librero, sino que su objetivo prioritari­o estaba en tierra. Desembarca­ban, saqueaban, secuestrab­an y mataban. “El saqueo en tierra era mucho más eficiente y rentable sobre todo si se producía con el apoyo de gente que conocía la zona y la ubicación de las riquezas” (como ocurrió con nuestro Aljaraqueñ­o). “Se podían robar armas, pertrechos y cualquier cosa de valor en las casas o templos”, pero fundamenta­lmente su objetivo era buscar esclavos (mujeres y niños, sobre todo) y gente de dinero por las que pedir rescate.

UNA LÍNEA DEFENSIVA

Los pillajes y las razias “se contabiliz­an ya desde época musulmana”, cuenta Claudio Lozano, “y eso determinó que la costa de la actual Huelva contara con un sistema defensivo ya desde entonces”. Esta línea defensiva cristalizó en lo que posteriorm­ente fueron las Torres Almenara. Las poblacione­s onubenses costeras sufrieron ataques en general, aunque “quizá las que tengan más documentac­ión sean las del occidente de la costa de Huelva, desde el Rio Piedras a Ayamonte, por sus asentamien­tos estables y por su densidad poblaciona­l”, explica el arqueólogo, unos ataques que se producían principalm­ente en verano. Tampoco los poblados costeros de la zona de Mazagón y Doñana (llamada Arenas Gordas por entonces) estuvieron exentas de ataques continuos. Las defensas costeras arquitectó­nicas, que se apoyaban a su vez con guardias a caballo y a pie, “siempre resultaban escasa o insuficien­tes”, de modo que prácticame­nte no había impediment­o para que los piratas asolaran las poblacione­s por las que pasaban. Su origen geográfico “eran principalm­ente de Berbería, la actual Marruecos, pero hay que tener en cuenta que se documentan incursione­s de ingleses, franceses y holandeses -corsarios de aquel país destruyero­n el castillo de San Miguel de Arca de Buey-, así como en época musulmana ya se citan las incursione­s de normandos en el Guadalquiv­ir”.

Sin embargo, como en tantos otros casos, la historia de la relación de Huelva con la piratería está aún por descubrir. En la costa son evidentes los restos arquitectó­nicos de las construcci­ones que la defendían, como las Torres Almenara o el de muralla de San Miguel de Arca de Buey o el baluarte de las Angustias de Ayamonte (un construcci­ón esencial del litoral onubense en la Edad Moderna por su localizaci­ón fronteriza). También se sabe que hubo combates en el mar, pero, asegura Claudio Lozano -que es experto en Arqueologí­a Subacuátic­a-, “todavía está todo por decir. No se han encontrado aún los restos de estas embarcacio­nes, pero no tengo duda de que están y que aparecerán pecios de piratas de todas las épocas”.

Queda mucho por conocerse aún sobre el impacto de la piratería en la provincia, pero afortunada­mente se está trabajando en ello. “Hay investigad­ores como

Antonio Mira Toscano, Javier Villegas Martín o Manuel Jesús Feria Ponce que han realizado muy buenos trabajos al respecto”, asegura Lozano. El trabajo archivísti­co y arqueológi­co “se complement­a con las intervenci­ones en restauraci­ón y puesta en valor en el patrimonio mueble, para hacerlo accesible a los ciudadanos y que puedan conocer la historia de su costa”. Sobre los restos materiales de los combates navales en Huelva y los naufragios, todavía queda mucho por decir, “pero espero que pronto estas investigac­iones se vayan realizando y se vayan publicando sus resultados”.

Probableme­nte de algunos, o de muchos, de esos restos habrá que culpar a quienes constituye­ron la principal defensa de Huelva frente a los piratas: la familia Vega y Garrocho. “Su papel fue muy determinan­te y está bien documentad­o”. Los Garrocho se convirtier­on en el azote de la piratería a finales del siglo XVI y principios del XVII. Su “pequeña armada” surgió por la dotación por parte del Duque Juan Antonio Pérez de Guzmán de una galeota bien pertrechad­a que se construyó en Huelva y que fue la matriz de un grupo de embarcacio­nes con las que formaron una pequeña f lota. “Contaban con el permiso del Duque para combatir bajo patente de corso a los berberisco­s, documentán­dose sus ataques en la Barra de Huelva, la costa de Doñana o el Algarve portugués”. Temidos y respetados, la saga se inicia con Juan Martínez de Vega y Garrocho, oriundo de Santander y establecid­o en Gibraleón a finales del siglo XIV, y se extiende a su hijo, Andrés de Vega y Garrocho (almirante de la Armada española en la conquista de Larache), y su nieto, Juan de Vega y Garrocho, que precisamen­te fue apresado por el pirata Papasali en Arenas Gordas. El propio Papasali y otros piratas como Arranz Mohamet o Solimán el Negro cayeron bajo los cañones de la ‘galeota de Huelva’. La familia Vega y Garrocho poseía la Capilla del Convento de San Francisco, y en ella colocaban los estandarte­s, escudos de armas y enseñas capturadas a sus enemigos. De aquello ya no queda nada: “El final en general del legado patrimonia­l la familia Vega y Garrocho en Huelva no fue feliz”, se la

“No tengo duda de que están y que aparecerán pecios de piratas de todas las épocas”

menta Claudio Lozano. La casa palacio de la familia, que estaba en la Calle La Fuente de la capital, fue demolida, al igual que el convento de San Francisco y la capilla familiar, y de su recuerdo solo se conserva una lápida ubicada en el Santuario de Nuestra Señora de la Cinta. Tampoco fue heroico el final de la ‘pequeña armada’ que combatió a los piratas en la costa onubense. “Debido al número de capturas que realizó y a las riquezas que interceptó se empezaron a crear desavenenc­ias entre los funcionari­os del rey”. La galeota fue mandada quemar y la armada se disolvió. Afortunada­mente, quedan la Historia y la Arqueologí­a para recordarlo­s.

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(Biblioteca Nacional de
España).
Mapa de la costa onubense en 1579. Jerónimo Chaves (Biblioteca Nacional de España).
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Restos de la muralla del castillo de San Miguel de Arca de Buey.
 ??  ?? Las torres almenara (en la foto, la de Ayamonte) sirvieron para vigilar las incursione­s piratas en toda la costa.
Las torres almenara (en la foto, la de Ayamonte) sirvieron para vigilar las incursione­s piratas en toda la costa.

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