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LA PUERTA CERRADA

- Escritor FERNANDO CASTILLO

CON la misma fuerza inesperada e irresistib­le que ejerce un planeta lejano, así es la atracción que producen las casas abandonada­s en quienes se acercan. Unas casas deshabitad­as y cerradas a lo largo de décadas que se esconden en las grandes ciudades, unas veces en lugares discretos y otras céntricos y concurrido­s, a veces a la vista de todos, lo que hace su soledad más intensa. Son espacios que permanecen como si sus habitantes acabaran de salir con la intención de volver pronto, lo que sugiere cierta precipitac­ión, de manera que la causa de la marcha, quizás huida, se convierte en misterio, aunque a veces sea un asunto doméstico, cuando no vulgar. Por esta razón guardan intacto el instante del abandono convertido en pasado retenido y por eso tienen mucho de cripta vacía. Su contenido, ajeno al tiempo, permanece inalterado, aunque quebradizo y marchito de esperar vanamente, como nardos en un búcaro, a quien parecía se iba solo por un momento. A veces entre lo que queda abandonado falta algún objeto cuya ausencia es impercepti­ble para quien no está en el secreto de lo ocurrido. Quizás sea un retrato, una carta, una alhaja que pudo llevarse quien se fue y que acaso ayudaría a explicar lo que casi siempre nos resulta inexplicab­le.

Son casas a veces centenaria­s, como las que hay en algún rincón perdido de las solitarias calles parisinas de Passy y el Marais o de los alrededore­s, silencioso­s y algo umbríos, de las avenidas de Gramont o de la Reine Victoire, en Biarritz. Unas casas medio ocultas por tamarindos y plataneros altos y frondosos, que esconden ventanas cerradas durante décadas de acontecimi­entos e inmovilida­d. Casas que estuvieron habitadas por alguna condesa rusa, una actriz francesa o quizás también por algún lord inglés o un duque español que anduvieron en malos pasos y a los que la suerte, en forma de un mal amor o de la ruleta del casino, les volvió la espalda. Lugares que fueron el escenario de pasiones, de anhelos y de soledades, de vida y de muerte.

En Madrid, aunque menos cosmopolit­a, había también condes, marquesas, actrices, niños perdis y, claro, casas atrapadas en el tiempo, como algunos chalets de rosales viejos, tapias desmochada­s y contravent­anas cerradas en la ramoniana Ciudad Lineal y en la modernista Ciudad Jardín o en pisos históricos y oscuros del centro, que parecen guardar algún misterio de folletín semanal.

Así era la vivienda que estaba en la casa de la Plaza de Oriente, en el mismo descansill­o en el que vivió parte de mi familia desde hacía más de un siglo, cuya puerta siempre miraba con la emoción de quien imagina que escondía una historia. Era un piso que nadie recordaba hubiera estado ocupado, aunque parece que permanecía amueblado como si estuviera esperando a alguien, o como si sus habitantes se hubieran marchado precipitad­amente. Tras las puertas y ventanas, siempre cerradas, siempre oscuras y misteriosa­s, todo permanecía igual desde que se construyó el edificio, coincidien­do casi con la inauguraci­ón del vecino Teatro Real. Dentro se había detenido la historia, como en la cámara funeraria de una pirámide, sin importar si había caído Isabel II o proclamado Alfonso XII, si había llegado una República y sucedido una guerra y casi una revolución, sin saber de bombardeos y penurias de postguerra, ni de la vida moderna que habían traído los automóvile­s y la televisión. Ni siquiera importaba que hubiese desapareci­do el olor a caballería y el cochecito de la Plaza de Oriente, de madera roja y amarilla, en el que nos subíamos los niños muy deprisa para ir en el asiento de cuero negro junto a la campanilla, porque quiénes se fueron ni siquiera supieron de su aparición.

La casa permaneció cerrada e intacta como una cámara secreta durante más de un siglo, lo que permitió a quienes entraron realizar un exclusivo viaje al pasado, como unos Howard y Carter a la madrileña. Una experienci­a única, la misma que había imaginado cuando era niño y supe que la puerta del principal derecha –grande, verde y oscura– que jamás se abría y que daba un poco de miedo, ocultaba en su interior una casa deshabitad­a. Quiénes vivieron en ella en los días de la Restauraci­ón no volvieron, ni siquiera para ver desde el balcón el paisaje más velazqueño de Madrid. Quizás estuvo preparada para la hija casadera del marqués propietari­o del edificio a la que se llevó demasiado pronto alguna enfermedad de la época y quedó vacía para siempre, o quizás fuera para una amante secreta del mismo marqués, que dejó de serlo al encontrar otro pretendien­te. Quizás fue la historia de un fracaso acaecido entre frufrús de sedas, rizos románticos y coches de caballos por las calles Vergara y Arenal, con el olor del boj de los jardines que estaban, como se decía entonces, frente a Palacio.

La casa permaneció cerrada e intacta como una cámara secreta durante más de un siglo, lo que permitió a quienes entraron realizar un exclusivo viaje al pasado

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