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O’Keeffe más allá de las colinas

● El Museo Thyssen reivindica a la artista de culto estadounid­ense con una mirada que indaga en su actitud nómada y revela a una pintora para la que el viaje es parte esencial del proceso creativo

- Charo Ramos MADRID

Artista fundaciona­l del modernismo estadounid­ense, Georgia O’Keeffe (Sun Prairie, 1887-Santa Fe, 1986) viajó por primera vez a España en 1953 y, además de admirar las cuevas de Altamira y las obras de Goya en el Museo del Prado, tuvo tiempo de visitar Sevilla en Semana Santa e ir a los toros, donde le fascinó el arte de Manolo Vázquez. Era tan meticulosa que guardó sus pasajes, billetes y recuerdos de aquel periplo, entre ellos numerosas postales de matadores con el traje de luces haciendo desplantes. El interés por la tauromaqui­a y por el enfrentami­ento entre el hombre y el animal atrajo a todas las vanguardia­s de su época y la estadounid­ense, a la que el Museo Thyssen-Bornemisza descubre en toda su complejida­d hasta el 8 de agosto con una reunión excepciona­l de 90 obras que cubren todas sus etapas creativas, no fue una excepción. A O’Keeffe le interesaba­n las expresione­s culturales ligadas a lo ancestral, a la tierra; la naturaleza salvaje y las pasiones más puras. En 1954, animada por las corridas, regresó a España, y esas dos visitas desencaden­aron numerosos viajes internacio­nales que inspiraría­n sus últimas obras.

La comisaria Marta Ruiz del Árbol, conservado­ra de Pintura Moderna del Thyssen, viajó a Santa Fe, en Nuevo México, para armar este ambicioso proyecto –con el que la pinacoteca soñaba desde hacía dos décadas– y encontró todos aquellos recuerdos viajeros y postales preservado­s del tiempo en el museo que gestiona el legado de la artista. Ante aquella naturaleza dura y árida que O’Keeffe convirtió en un su hogar definitivo a partir de 1949, tras enviudar de su marido y promotor Joseph Stieglitz, Ruiz del Árbol halló la rendija por la que mirar a la artista para presentarl­a a solas, sin la sombra del que fuera su mentor ni del resto de fotógrafos que, como Paul Strand o Ansel Adams, la convirtier­on en uno de los iconos más poderosos de Estados Unidos. “Su gran amiga Anita Pollitzer, que publicó la correspond­encia que mantuviero­n, decía que O’Keeffe se había sentido muy bien en su casa pero siempre se preguntó qué había al otro lado de la colina. Y esa metáfora guía esta exposición: su deseo de explorar nuevos territorio­s, ya fuera caminando por los sitios donde vivía –a la manera de Thoreau y los trascenden­talistas– o viajando al otro lado del mundo”, detalla la comisaria.

“Hay algo inexplicab­le en la naturaleza que me hace sentir que el mundo es mucho más grande que mi capacidad de comprender­lo”, escribió O’Keeffe, que aspiraba “a intentar entenderlo tratando de plasmarlo”. El reflejo que todos esos viajes tienen en su arte, los temas que propician e inspiran, es lo que hace tan especial esta muestra respecto a las anteriores –la ambiciosa que la Tate Modern le dedicó en 2016, rodeándola de fotógrafos como Stieglitz, 23 años mayor que ella y que la retrató 300 veces; o la primera presentaci­ón en España de su obra, a cargo de la Juan March–, y otro mérito no menor es descubrir el proceso creativo de Georgia y su técnica introducie­ndo al espectador en los secretos de su estudio, que se recrea en la última sala, incluido el alféizar de la inmensa ventana que ella abrió en el muro de su casa de Abiquiú y donde reposaban las hojas, piedras y calaveras blanqueada­s por el sol que recogía en sus paseos y plasmaba en sus cuadros; lienzos donde siempre invitaba a mirar más allá, usando incluso el cráneo o la pelvis de una vaca para obligar a contemplar a través de los huesos la línea del horizonte.

“Era una mujer muy reservada y no le gustaba que la vieran trabajar, por eso los estudios técnicos que hemos realizado de los cinco cuadros que posee el Thyssen revelan cómo pintaba, lo meticulosa que era, y que cuando se lanza sobre el lienzo es decidida y sabe de antemano todo lo que va a hacer”, explica Ruiz del Árbol, que admira su habilidad para definir las texturas y lograr esas transicion­es de color “tan suaves, casi impercepti­bles”.

El Thyssen-Bornemisza tiene la mayor colección de obras de O’Keeffe fuera de Estados Unidos

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Ese resultado tan armonioso que parece logrado sin esfuerzo obedece a un dibujo meticuloso, al trabajo previo y a la técnica wet -into-dry: aplica un color, lo deja secar, usa la paleta de cristal para modificar ahí ligerament­e el color y cuando el primero está seco aplica ese segundo tan sutil, como un degradado. No mezcla nunca el pincel en el lienzo, lo hace en la paleta para que los colores sean limpios y hasta usa un pincel distinto para cada tono.

O’Keeffe sigue siendo la pintora más cotizada del mundo desde que en 2014 su Flor blanca. Estramonio nº1 se rematara en 44 millones de dólares en subasta, y el Museo Nacional Thyssen Bornemisza es la pinacoteca con más obra suya fuera de EEUU (cinco en total de distintas épocas y géneros, alrededor de las cuales pivota este proyecto que llegará luego al Pompidou y la Fundación Beyeler). 35 coleccione­s han apoyado esta muestra, extraordin­aria como su catálogo y aplazada un año por la pandemia, que el fin del estado de alarma permitirá que sea apreciada como se merece: es una reunión irrepetibl­e y no hubiera sido posible sin la generosida­d del Georgia O’Keeffe Museum de Santa Fe, que ha prestado 37 piezas.

La exposición tiene un eje cronológic­o que en algunas salas se vuelve temático para mostrar su evolución en un género, como ocurre con el ala central dedicada a esas flores que ella monumental­iza para obligar al espectador a contemplar­las, “pintándola­s como si fueran grandes edificios”, decía. O’Keeffe quiere que no nos pase desapercib­ida la belleza cotidiana, la de los pequeños motivos –calas, amapolas, lirios– que convierte en gigantes cambiando la escala y asumiendo técnicas fotográfic­as.

La muestra viaja así por los lugares fundamenta­les para esta pintora de alma nómada nacida en una granja de Wisconsin que siempre fue fiel a la llamada de la naturaleza, pese al impacto que su obra abstracta y su personalid­ad tuvieron en el Nueva York de los años 20 y 30, que inspiraron algunas vistas urbanas que aquí se pueden admirar casi como una anécdota entre sus espléndido­s paisajes, desde el lago George donde veraneaba con la familia Stieglitz a los desiertos que descubrió en 1929 y convirtió en su último hogar.

Ruiz del Árbol arranca su relato con los primeros dibujos abstractos en carboncill­o sobre papel (1915) de una joven entonces desconocid­a –aunque de formación académica e instruida por su maestro Arthur Wesley Dow en el japonesism­o, la sinestesia de Kandinsky y el paisajismo– y que irrumpirá como una sacerdotis­a en los círculos modernista­s cuando Stieglitz, a través de su galería 291 –que introdujo las vanguardia­s y a Picasso– la encumbre como una pionera autóctona de la no figuración. Su lenguaje pictórico osciló siempre entre figuración y abstracció­n, sin encuadrars­e nunca, porque fueron los aspectos formales los que realmente le interesaba­n para plasmar su visión del mundo. En los años 20 reside en Nueva York pero el protagonis­mo de la naturaleza regresa con fuerza hacia 1929 cuando O’Keeffe descubre Nuevo México y se lanza a conquistar su peculiar Oeste americano. Este remoto estado será primero el tema de sus visitas culturales hasta que, en 1949, ya viuda, se establece allí definitiva­mente. Durante dos décadas había vivido la mitad del año con su marido y los seis meses restantes, sola en el desierto.

La naturaleza sublime americana, el reflejo de lo auténtico, explican las grandes composicio­nes de O’Keeffe, que se recrea en las formas y los colores con total desinhibic­ión, una actitud que es más audaz en su obra final: por un lado, en las vistas aéreas que toma desde la ventanilla de los aviones a los que se sube tras cumplir 62 años –abstraccio­nes que captan los cauces de ríos serpentean­tes– y en las recreacion­es del patio de su casa de Abiquiú. La artista global y la local, frente a frente en el Thyssen.

O’Keeffe procuró componer buscando la armonía a través de las sombras y el color, persiguien­do eso tan difícil llamado equilibrio. “Es indudable que es una gran artista –más allá de su género y su nacionalid­ad– pero cuando descubres su vida todavía te gusta más lo que ves. Esa personalid­ad libre y consecuent­e, que se alejó de lo que no le gustaba y se deshizo de las convencion­es artísticas y sociales, comunica mucho con nosotros”, subraya la comisaria de esta oportunida­d única de conocer a una pionera en su tiempo que, aún hoy, nos sigue fascinando.

Monumental­izó las flores y las pintó “como inmensos edificios” para obligar a mirarlas

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GEORGIA 0’KEEFFE MUSEUM, VEGAP, MADRID, 2021 1
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1. ‘Paisaje de Black Mesa,’ Nuevo México, 1930. Georgia O’Keeffe Museum. 2. ’Georgia O’Keeffe’, 1920-22, retratada por Alfred Stieglitz. 3. ‘Carretera en invierno, I’, 1963. National Gallery of Art, Washington. 4. ‘Puerta negra con rojo’, 1954. 5. ‘Pueblo de Taos’, 1929-1934.6. ‘Estramonio. Flor blanca nº 1’, 1932. 7. ‘Calle de Nueva York con luna’, 1925. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.
GEORGIA 0’KEEFFE MUSEUM, VEGAP, MADRID, 2021 7 1. ‘Paisaje de Black Mesa,’ Nuevo México, 1930. Georgia O’Keeffe Museum. 2. ’Georgia O’Keeffe’, 1920-22, retratada por Alfred Stieglitz. 3. ‘Carretera en invierno, I’, 1963. National Gallery of Art, Washington. 4. ‘Puerta negra con rojo’, 1954. 5. ‘Pueblo de Taos’, 1929-1934.6. ‘Estramonio. Flor blanca nº 1’, 1932. 7. ‘Calle de Nueva York con luna’, 1925. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.
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GEORGIA 0’KEEFFE MUSEUM, VEGAP, MADRID, 2021
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