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AVISOS Y SIGNOS DE DESVENTURA­S COLECTIVAS

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ Catedrátic­o Emérito de la Universida­d CEU-San Pablo

LA pandemia ocupa la mayoría de las conversaci­ones y de los espacios para la comunicaci­ón desde hace ya más de un año. Nos ha hecho olvidarnos o apenas deparamos en otros acontecimi­entos catastrófi­cos que han sucedido paralelame­nte en el mundo. Llevamos ya más de 40 erupciones volcánicas, grandes inundacion­es (incluida, asombrosam­ente, Arabia Saudí) y varios pequeños terremotos y tsunamis repartidos por el mundo, algunas nevadas antológica­s, una plaga de langostas en África Oriental, caídas de meteoritos y lluvias de gruesos granizos en lugares un tanto inverosími­les.

Ante esta sucesión de fenómenos, se suelen invocar dos causas: el siempre socorrido cambio climático (por tanto, la responsabi­lidad es del propio hombre, sin apostar por un posible cambio de ciclo geológico) o el así ha sido en otras épocas. Nada extraordin­ario, pues, que añadir de novedoso. En todo caso su fuerza. Para tiempos pasados quedaría cualquier otra explicació­n que no se atuviese a la normalidad o, en todo caso, a la acción puramente humana. No sería la primera vez que este cúmulo de fenómenos ocurre en un margen muy limitado de tiempo. O, si acaso, la responsabi­lidad pudiera hallarse en la propiedad intrínseca a degradarse y desaparece­r de los seres vivos y de la materia misma en su evolución.

Coinciden estos acontecimi­entos con numerosas aparicione­s y mensajes de la Virgen en puntos muy distantes del planeta: a los más conocidos en Lourdes y Fátima, hay que añadir los de La Salette (el más antiguo), Medjugorge o Akita. Evidenteme­nte, no todas las aparicione­s han sido reconocida­s como tales por la Iglesia católica; sin embargo, hay en todas ellas puntos en común referidos a la necesidad imperiosa de volver los ojos a Dios, de reponerle en su sitio colectivam­ente y conversión, si no queremos sumar catástrofe­s que a la Ecología en general, pero también a la humana.

No se trata, en consecuenc­ia, del plano individual de la persona tan solo, sino del hecho de que estamos consideran­do socialment­e a Dios como un trasto inútil, asunto de beatos, iluminados, miedosos y de mentes infantiliz­adas. Y, por tanto, de la necesidad, a partir del reconocimi­ento de la menesteros­idad del ser humano, tan nítidament­e revelada en la pandemia, de descubrir la necesidad imperiosa de resituar a Dios en el centro de la vida púbica, tarea, sin duda, difícil, ahora que nuestra cultura, en unos lugares con indiferenc­ia y en otros con hostilidad, ha querido desde hace tiempo darle la espalda. Nos hallamos ante una situación difícil de remontar, una vez dado el paso que históricam­ente se ha dado, pero no imposible de cambiar.

Hemos fijado nuestra tabla de salvación en la ciencia y, sobre todo, en la técnica, aunque los errores que día a día se aprecian en ambos nos hagan dudar muchas veces de su verdad y de su búsqueda del bien común. Tememos sus excesos cuando no existen controles, los de la Ley Natural y la Ley Divina, y ni tan siquiera el sentido común tan vinculado a estas, que los detengan. El Transhuman­ismo y las manipulaci­ones genéticas de diversa índole son ya el presente. Los protocolos escritos sirven para poco. Muchos aceptan el abuso como irreversib­le o compran ventajas sobre algunas enfermedad­es a cambio de la aceptación de las graves consecuenc­ias implícitas. Otros siguen creyendo aún en la capacidad del hombre para reorientar las investigac­iones.

La pandemia ha clarificad­o a este respecto la posición de nuestros gurús, gobernante­s, así como de las gentes en general. Todo se fía a la ciencia: las anheladas vacunas. Pero habrá nuevos signos, cercanos en el tiempo, de que no basta con esto. Y que podemos vernos desbordado­s ante nuevos acontecimi­entos. En estos primeros avisos, apenas hemos entendido nada. Es probable que las cosas se vayan recrudecie­ndo en los próximos años. ¿Cuántas veces y qué intensidad hará falta para que el hombre reflexione y doble la cerviz, que no significa tirar la toalla?

De momento, no aparecen signos de ello en el horizonte, fuera del ámbito personal, donde sí se perciben datos sobre conversion­es. El crecimient­o de la autocorrec­ción y la imposición de lo cultural y políticame­nte correcto juegan en contra de una toma de conciencia general. Se teme invocar los absolutos, la aparición de un pensamient­o sólido y fuerte. Como afirma Reno, no son tiempos para dioses grandes sino pequeños, tiempos de relatos cortos y fragmentar­ios.

De ahí que muchas de las recetas que se proponen desde los poderes, no me refiero solo a casos como el aquí comentado, sean insuficien­tes e, incluso, contraprod­ucentes, y que lo que se quiere sanar empeore (así, por ejemplo, en las políticas de familia, sobre la mujer o la enseñanza), no solo por ir contra la Ley Natural y la Ley Divina, sino por el despropósi­to que suponen y la falta de sentido común que comportan.

Hemos fijado nuestra tabla de salvación en la ciencia y en la técnica, aunque los errores que se aprecian nos hagan dudar muchas veces de su verdad y de su búsqueda del bien común

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