El lenguaje como insumisión
EN el momento de terminar la última versión de mi tesis doctoral sobre la novela de la dictadura, centrada fundamentalmente en El otoño del patriarca, de García Márquez, no dudé ni un instante en utilizar como pórtico paratexto del futuro libro un poema de Caballero Bonald titulado Glorias heredadas, perteneciente a su obra Descrédito del héroe (1977). Con ese pequeño y sentido préstamo poético quise dejar constancia de la importancia creciente que había adquirido su poesía en mi manera de leer y descodificar el complejo mundo de las letras, cualquiera que fuera el género en el que el maestro jerezano hubiese decidido cincelar su obra con un estilo tan exquisito como rutilante. Pero también fue un pequeño ajuste de cuentas con un escritor al que siempre vi inalcanzable e inaccesible, un coloso literario con un pie puesto en el Coto de Doñana y otro en la tradición áurea española, un clásico siempre lejano para mí a pesar de las veces que me crucé con él por Sanlúcar, o en los alrededores de la playa de Montijo (en donde firmó algunas de sus obras), y no porque no fuera un hombre de trato cortés y afable, de modales casi aristocráticos, sino porque siempre lo vi como un clásico de las letras, alguien que se movía en una atmósfera propia, con un ecosistema verbal propio, con un magnetismo propio, un escritor neobarroco y postmoderno con una inteligencia despierta y afilada, nada complaciente, capaz de enfrentarse a dentelladas verbales contra la cultura almidonada y contra todo aquello que tuviera tufo a conservadurismo político y a ideologías apolilladas.
Mi acercamiento a su obra, no obstante, no se produjo a través de la poesía, sino de la narrativa. En mis primeros años de universitario, fascinado con cada uno de los prodigios de la nueva narrativa hispanoamericana que iba descubriendo, apareció en una de las colecciones de bolsillo que se distribuían en los quioscos del ramo, una obra que me produjo desde el primer momento una verdadera conmoción como lector: Ágata ojo de gato. La novela, que había sido publicada en 1974, poco después de su paso como profesor de Literatura por la Universidad Nacional de Bogotá, tenía el mismo aire de familia que las grandes novelas latinoamericanas, con la recuperación de sus grandes mitos genésicos y apocalípticos, la creación de un mundo autónomo a partir del carácter inmanente de la palabra literaria, las mudas temporales, la polifonía de sus voces telúricas, la importancia para el imaginario colectivo de las genealogías y las formas complejas de la violencia, su impronta descarnada a partir de una formidable gavilla de motivos míticos, real maravillosos o mágic-or-realistas que convertían la experiencia lectora de la novela en una suerte de realismo alucinado. Ágata ojo de gato cambió definitivamente mi perspectiva lectora por su absoluta libertad lingüística y su ambigüedad genérica –como lo puede ser también Paradiso de Lezama Lima–, zigzagueando siempre entre los recursos narrativos del boom latino americano y los registros más experimentales de la poesía de la vanguardia, pero sobre todo nos hizo comprender que el lenguaje podía ser el centro del mundo, dándole la razón al filósofo francés Henri Bergson para quien sólo se podía llegar al paraíso de lo inmediato por medio de un lenguaje altamente sofisticado.
Resulta evidente que no se puede escribir esa obra y buena parte de su poesía sin retorcer el lenguaje literario, sin convertirlo en un brillante amasijo de códigos irreverentes e insumisos que tiene mucho que ver con la personalidad de Caballero Bonald, un escritor de raigambre clásica pero nada complaciente, de los que zarandean y dignifican el canon tradicional, al tiempo que su poesía, su narrativa y sus ensayos parecen provocar una auténtica ventolera en la modernidad literaria.
Pocos escritores como él han sabido crear un territorio mítico, esté localizado en las marismas del Guadalquivir, en las viñas de su Jerez natal o en el mundo de los cortijos y las bodegas que impregnaron su narrativa con un aroma agridulce. En un momento en que se reivindica el neorruralismo o neoagrarismo en la narrativa actual, Caballero Bonald dejó para sus lectores varias obras que forman parte de lo mejor de la novelística de la Generación del 50, como Dos días de septiembre (1962. Premio Biblioteca Breve) o En la casa del padre (1988). El mundo portuario del Sur y las complejas relaciones humanas fueron desarrolladas de manera brillante en novelas como Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981) o Campo de Agramante (1992).
Sin embargo, son muchos los lectores que consideran que su gran aportación a la literatura panhispánica viene dada por su obra poética, cada vez más enconada con la realidad, más disconforme con el pensamiento dominante, más rebelde e insumisa ante la penetración imparable del neoliberalismo y las ideologías conservadoras, visible en poemarios como Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) o Entreguerras (2012). El Premio Cervantes, concedido en el 2012, junto con una buena ristra de distinciones al más alto nivel, vino a paliar en parte algunos inexplicables ninguneos que sufrió en su larga y fecunda vida literaria, en donde no faltaron las fanfarronadas tardofranquistas, los vetos académicos, ni los rancios alfileretazos de las capillas literarias y los parnasos locales, como una prueba más de la miopía institucional con la que va dando tumbos nuestra maltrecha sociedad española. Ya lo dijo, a modo de epitafio, en Glorias heredadas: “Sólo la historia a la que pertenecen / pudo engullir tan deleznable historia”.
EN este tiempo de entreguerras se cansó Caballero Bonald de la costumbre de vivir. Y ahora que lo pienso, podríamos ir hilando los luminosos títulos de sus obras para describir la historia de su vida, esa novela de la memoria que ha terminado en un tiempo lleno de descrédito de héroes, adivinaciones y campos de Agramante donde reinan el desorden y la confusión. José Manuel Caballero Bonald era ese clásico vivo que teníamos siempre presente y animoso en la trinchera de la poesía, brindando a sorbos lentos en un infinito breviario del vino. Qué admirable su capacidad para batallar en el oficio de las letras, incansable en su compromiso social, veterano de mil guerras perdidas.
José Manuel Caballero Bonald sabía leer en el mapa de los vientos y de las mareas. Navegaba y reconocía cuándo soplaba el viento abonanzado, el fugoso, el galeno o el de vela larga. Ese viento que suena siempre en sus poemas. Ha muerto en Madrid como tantos andaluces universales. Allí tenía su casa, pero su paraíso estaba en Sanlúcar de Barrameda y en su Jerez natal, destilado en una patria de la infancia.
Imagino al escritor queriendo contemplar por última vez la bajamar de Sanlúcar y los infinitos matices de luz de Doñana, su Argónida. Sin duda Caballero Bonald habita ya en Argónida, ese paisaje tan reconocible como misterioso que forma parte de los grandes territorios de la literatura: el Macondo de García Márquez, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Comala de Juan Rulfo o la Santa María de Onetti.
Su escritura es única, singular e irrepetible, como la de los grandes clásicos. Y, por supuesto, inclasificable. Con su peculiar sarcasmo se reía cuando intentaban encasillarlo en algún grupo. Es cierto que está adscrito a la Generación del 50. En eso podríamos decir que hasta tuvo fortuna porque no hay que olvidar en cuántas ocasiones los grupos generacionales se crean, se fabrican, se preparan para ser una marca editorial fácil de vender, un producto reconocible. Él estuvo allí, con el portentoso grupo de los 50, incluso en aquella fotografía que fue tomada en la tumba de Antonio Machado en Colliure. Ya se sabe que las generaciones literarias de este país que entierra tan mal a sus creadores se han bautizado a veces junto a una lápida: la del 98 en la de Larra y la del 27 en la simbólica de Góngora. La del 50 quiso unir su destino al de esta tumba de Antonio Machado en el exilio como mensaje de combate contra la dictadura franquista.
Esa pertenencia en realidad se debió a la amistad y las complicidades literarias, pero a Caballero Bonald le valió no sufrir el silencio que tantas veces padecen los escritores andaluces o cualquier otro autor periférico. Ese grupo bien difundido desde Barcelona, capital editorial de la época, por José María Castellet y Carlos Barral, fue la referencia poética en los tiempos oscuros, aunque en el resto de España también existieran otros grupos literarios como Cántico en Córdoba, por poner un ejemplo.
Caballero Bonald hizo de lo local algo universal. Ahí está el Jerez de su infancia que desveló en la novela Dos días de septiembre o la Doñana simulada en Argónida en Ágata, ojo de gato. Era un ciudadano del mundo, quizás porque sabía navegar por mares procelosos y en todos los litorales tuvo siempre un hogar. De alguna forma eso desvela el título de uno de sus poemas: Vivo allí donde estuve. Ése fue el título de la antología que preparó José Ramón Ripoll y que publicó el Centro Andaluz de las Letras al elegirlo Autor del Año en 2013. Y en colaboración con la Fundación José Manuel Caballero Bonald hemos ido de la mano en múltiples actividades literarias como la celebración de los congresos anuales. Así seguirá siendo. Precisamente, en el CAL estamos preparando una exposición comisariada por Felipe Benítez Reyes donde se repasa la vida y la obra del autor, esa fascinante novela de la memoria.
Muchas veces la altísima literatura de Caballero Bonald se ha planteado como ejemplo de ciertas características consideradas propias de la literatura andaluza. Quizás así sea con el barroquismo de su lenguaje, la sensorialidad, lo telúrico y prodigioso. Sigue siendo una inútil clasificación porque la naturaleza del escritor jerezano era por encima de todo la de un heterodoxo, un desobediente. No hay más que repasar sus últimos libros: Manual de infractores o Desaprendizajes. Aquí no encontramos un anciano glorioso que escribe sus últimas páginas mostrando ya el cansancio y la repetición de quien cree haberlo hecho todo. En estos libros se descubre la mirada de un joven crítico con su presente, alguien que se rebela contra las injusticias de su tiempo, un ciudadano comprometido e insumiso, un intelectual incómodo. Y también reconocemos en el ejercicio de su última escritura la enorme capacidad de no repetirse nunca, de agarrarse al oficio de la curiosidad, que es lo que diferencia la mirada siempre renovada de los grandes poetas.
A la calidad de su literatura y su compromiso como ciudadano crítico se une su deslumbrante capacidad para escribir sobre la memoria. La novela de la memoria es el libro en el que narra su vida donde reúne los dos volúmenes Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir. Sin duda, es uno de los grandes autores de la memoria, un virtuoso del tiempo, un paseante por las devastadas habitaciones del recuerdo. Así lo demostró en una de sus últimas entregas, su autobiografía poética y donde en versículos sin rima ni metro propone un paseo por su propia memoria. Lo tituló Entreguerras o De la naturaleza de las cosas, con esa lucidez que siempre le caracterizó. Es el libro que yo propondría para leer hoy y recordarlo en una de las cimas de su literatura absolutamente valiente, desprejuiciada y audaz.
En los últimos meses observaba ya el mundo con extrañeza, dolor e incertidumbre, reconociendo la herrumbre de una época vacía. Sabía que pronto tendría sentido el título en el que recopiló toda su poesía: Somos el tiempo que nos queda. Se va el maestro Caballero Bonald en un tiempo sucio, frágil y feo, lleno de contrasombras y trampantojos. Ojalá que la tierra de Argónida le sea leve.