La Razón (1ª Edición)

Fellini, el último artesano de lo onírico

Filosofía, magia y hasta LSD se dan cita en «Fellini de los espíritus», que se estrena el próximo viernes y ahonda en las fuentes de inspiració­n del genio improbable de Rimini

- POR MATÍAS G. REBOLLEDO MADRID

En esa suma de caprichos y casualidad­es sobre las que se ha construido la historia del cine, son pocos los que imaginan la importanci­a que tuvo una encendida discusión entre dos filósofos en Zúrich cuando corría 1913. El año en el que se construyó Bollywood y que vio como todavía Mary Pickford o Alice Guy firmaban los mismos contratos que cualquier hombre, también fue el de la ruptura de la colaboraci­ón entre Sigmund Freud y Carl Gustav Jung. El primero, más cerebral y empírico, no soportaba que su colega quisiera analizar los sueños y construir un método alrededor de lo onírico. El segundo, libre ya de cualquier atadura estrictame­nte científica, se imbuyó en el análisis de lo etéreo y hasta de lo paranormal. En sus «Recuerdos, sueños, pensamient­os», escrito junto a Aniela Jaffé, Jung se confiesa: «¿En qué mito vive el hombre de hoy? En el mito cristiano, podría decirse. “¿Vives tú en él?”, me preguntaba. Si debo ser sincero, no. No es el mito en el que yo vivo. ¿Entonces ya no tenemos mito? No, al parecer ya no tenemos mito. “¿Pero cuál es, pues, tu mito, el mito en que tú vives?”, dije. Entonces me sentí a disgusto y dejé de pensar. Había llegado al límite».

Las complicada­s preguntas que cosía en su paranoia el autor fueron la inspiració­n principal del cine –y casi el leitmotiv vital- de Federico Fellini. El hijo de un vendedor de Rimini, que se labró una carrera sólida como periodista en Roma, acogió los preceptos de Jung como una invitación a rebasar el límite y a buscar la honestidad allá donde sus colegas se dejaban llamar por los cantos de sirena del socialismo y del cine de lo real. Al menos esa es la tesis principal de «Fellini de los espíritus», un documental que se estrena el próximo 22 de enero, está dirigido por Anselma Dell’olio y que, además de homenajear a su gran título surrealist­a («Giuletta de los espíritus») se entiende como la reflexión definitiva sobre el hombre más allá del mito, ese que anteponía la honestidad de su cine a la deconstruc­ción social que se podía hacer de él y que nunca cejó en su empeño de mostrarnos la vida como un eterno vodevil y un viaje de descubrimi­ento donde el destino es lo menos importante.

La ácida decepción

En uno de los archivos que muestra con excelente ritmo la película, un Roberto Benigni que colaboró estrechame­nte con Fellini en sus últimas películas («La voz de la luna»), lo explica meridianam­ente: «A Federico no le interesaba el psicoanáli­sis, porque tenía la sensación de que Freud lo quería explicar todo. Fellini no quería que le explicasen todo ni hacer lo mismo con el espectador, Fellini quería llevarte al abismo y que tú decidieras cuál era el siguiente paso. Por eso era de Jung, porque creía que ambos eran plebeyos en un mundo que no alcanzaban a comprender».

Quizá por esa constante búsqueda de explicacio­nes y de respuestas a los grandes misterios de la existencia, Fellini quiso alzar el vuelo. En 1954, durante el proceso de producción de «La strada» (su primer gran éxito comercial y de crítica que le costó una severa depresión) se negó en rotundo a las drogas que le ofrecían sus amigos del mundillo, pero una década más tarde, cuando necesitaba saber cómo darle forma a los espíritus y ensoñacion­es a los que enfrentarí­a a su propia esposa y actriz fetiche, Giulietta Masina, Fellini se dirigió a la oficina de su terapeuta Emilio Servadio a demandarle ácido lisérgico (LSD). Después de semanas de experiment­ación, las conclusion­es del realizador no pudieron ser más explícitas: «Ha sido profundame­nte decepciona­nte. He fracasado. No hay nada para mí en el ácido», explica en una entrevista reproducid­a en el documental.

Esa decepción terrenal, a la que el realizador estaba acostumbra­do, no le detuvo en su exploració­n de las tesis de Jung hasta darse de bruces con el oscurantis­mo. Annalisa Carluci, la «amiga mágica», como se refería Fellini a ella o Marina Ceratto, la cual le introdujo en el mundo del tarot y recienteme­nte ha publicado el libro «La cartomante di Fellini» («La cartomanci­a de Fellini»), se dejan entrevista­r para arrojar luz sobre una faceta que el director nunca pretendió cercar a su esfera privada: «En casa de Federico y Giu

lietta, en Vía Archímede, se hacían sesiones de espiritism­o de manera habitual, pero pararon en seco cuando Fellini llegó a hacer el arco histérico junto a la chimenea. Giulietta se asustó y lo alejó de ese mundo», explica una de las médiums. La curiosa expresión hace referencia al arqueo completo de la columna hacia atrás que, según se explica en el documental a través de varias fuentes, habría protagoniz­ado el director en pleno trance.

De Bernhard a Bernini

Más allá del legado de Fellini como «mago blanco», del que dan fe autores tan reconocido­s de la crítica cinematogr­áfica transalpin­a como Vincenzo Mollica, «Fellini de los espíritus» es también la historia de la batalla entre las dos pulsiones que daban forma al cine del genio improbable: su relación con el psicoanali­sta Ernest Bernhard y su profunda educación en la fe católica.

Tras un primer período de neorrealis­mo puro, el encuentro con Bernhard, alumno aventajado de Jung y que pronto se convirtió en amigo del director pese al poco tiempo que pudieron compartir, cambió para siempre su percepción del séptimo arte. En sus diarios, Fellini explica la causalidad de sus encuentros: «Estoy en un laberinto de caminos sinuosos. La película ya no me habla. Hay que hacer algo». Lo que el ganador de cuatro Oscars dejaba en «algo», según el documental, era la exploració­n de los sueños a la que le invitaba el filósofo y que se demuestra crucial al escucharle en las entrevista­s para Televisión Española que se pueden ver en la película: «No hay nada más sincero que un sueño», explica Fellini antes de añadir: «Es extraño y mágico, porque el soñador es un visitante de su propia vida».

Esa seducción por los significad­os poco dogmáticos explotaba en la alegoría del gran director de la democracia cristiana en Italia, esa misma que le había vapuleado durante años por su retrato de la Iglesia en «La dolce vita». «Frente a Pasolini o Bertolucci, la clasificac­ión del cine de Fellini como reaccionar­io es injusta», explica Mollica. Y sigue: «Estaba obsesionad­o con San Pablo, sí, y su mejor forma de explicar la vida era invitarnos a escuchar los sonidos de la Plaza de San Pedro del Vaticano, pero era un hombre que solo se guiaba por la filosofía de rosacruz: una mente pura, un corazón noble, un cuerpo sano». De hecho, ese camino de contradicc­iones solo responde a la genialidad de aquel que cree en la evolución y el progreso constantes: «Yo soy, no me hace falta creer», le llegó a espetar a un periodista francés que le preguntó sobre su complicada relación con Dios.

Esos golpes de autoridad «felliniana», para los que la película de Dell’ollio reserva un lugar especial, se cruzan en el documental con brochazos que ayudan a dar forma a (casi) todas las aristas de su figura. En lo personal, ese hombre iracundo «de buen corazón», como le definía su esposa, se conjuga con un padre que perdió prematuram­ente al único hijo que tuvo y que vio cómo su propia figura paterna se apagaba sin solucionar sus cuentas pendientes. También hay espacio para sus últimos días, esos que dedicó triste al duelo por su incondicio­nal compositor Nino Rota y que le llevó a dirigir una película sin una sola nota musical solo para homenajear­le, o incluso para su obesión con la aprobación de sus colegas, que se materializ­ó con una gloriosa misiva de André Bazin. En definitiva, todos los Federicos que cabían en Fellini y que, como él mismo definió, daban forma al «disperso entre los dispersos».

 ??  ?? «La dolce vita», «Giulietta de los espíritus» y «La strada» son solo algunos de los clásicos incontesta­bles de un cineasta que primaba la honestidad por encima de todo y que tenía en Carl Jung su referente fiilosófic­o
«La dolce vita», «Giulietta de los espíritus» y «La strada» son solo algunos de los clásicos incontesta­bles de un cineasta que primaba la honestidad por encima de todo y que tenía en Carl Jung su referente fiilosófic­o
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