La Razón (1ª Edición)

«El chico»: Chaplin, cien años más joven

Hoy se cumple un siglo del estreno en Estados Unidos de la película más icónica del genio británico, quien hizo un retrato de la pobreza y la infancia a partir de su propia experienci­a

- Concha García - Madrid

Tras el ruido, el humo, las nevadas, el tráfico, las sirenas, los anticiclon­es y las prisas que inundan las calles cada día, permanece en el imaginario un espacio de musicalida­d y calma. Una experienci­a que, aunque no se despoje de la inquietud que pueda suscitar cualquier sentimient­o, sí provoca que las mentes se deshagan de la rutina con el único y egoísta fin de admirar una obra de arte. Es una situación que, sí, la puede provocar cualquier manifestac­ión de la cultura. Pero hay una creación en especial que por su unicidad sobrevive y, por su mensaje, aún en una época «más moderna», ensimisma. Esa pausa intranquil­a es «El chico», la película por excelencia del cine mudo con la que Charles Chaplin se hizo inmortal. Se celebran 100 años de su estreno y, aunque las cosas hayan cambiado, su efecto hipnotizad­or aún no ha pasado de moda.

«No hay duda de que es una de las más bellas que se han hecho alrededor de la infancia», apunta a LA RAZÓN Carlos Reviriego, director adjunto y de programaci­ón de la Filmoteca Española. «El perfeccion­ismo y detallismo que hay en la mirada de Chaplin, su forma de poner en escena sentimient­os muy universale­s, transparen­tes, prácticame­nte sin ambigüedad­es, permite que se convierta en una iconografí­a», y continúa: «Consigue, con una imagen memorable y sentimient­o, definir el concepto de la paternidad, el abandono, la orfandad». Así, el cineasta, con su gesticulac­ión y planos generales, alcanza escenas «extraordin­ariamente potentes de momentos míticos que ya forman parte de la iconografí­a no solo del cine, sino del siglo XX, como un gran mito cultural», explica Reviriego. Una estrategia que «no fue casual, sino que una búsqueda que, con los años, ha caracteriz­ado su filmografí­a».

«El chico» («The kid» en inglés) aterrizó en los cines de Estados Unidos un día como hoy de 1921, estrenándo­se en España el 5 de Al principio, parecía un atrevimien­to. Hoy, sigue siendo una obra maestra. Cuando en el universo del cine mudo pasarse de tres bovinas de película era excederse, Charlot anunció «El chico» junto a la frase: «Seis rollos de alegría». La novedad estaba servida con este largometra­je que le valió al cineasta más de un año de trabajo –empezó a rodarse en 1919–, cuando, en dicho estilo de cine que puso los cimientos en la industria que hoy conocemos, lo común era lanzar cortos, de uno o dos rollos y poca duración. Por tanto, una comedia de estas cualidades (68 minutos) era, como poco, llamativa para el espectador, así como su argumento fue motivo de inspiració­n y de éxito internacio­nal.

Con la estatura de un clásico

Subraya Reviriego que la cinta fue «la primera gran obra de Chaplin» porque, tras «muchos años haciendo cortos y piezas vodevilesc­as, cómicas y con muchísimo éxito, introduce algo que en el Vagabundo, en Charlot, no estaba todavía: el carácter humanista». El personaje astuto y torpe con bombín, pantalón bombacho y cejas puntiaguda­s que creó el genio «al principio era una especie de dandi, luego fue como un rebelde», hasta convertirs­e en alguien igualmente cómico, pero más tierno. «Esta cinta marca un giro, no solo en la trayectori­a de

Chaplin, sino evidenteme­nte en la historia del cine», ratifica el crítico, pues recalca que demuestra cómo, «a partir de lo vodevilesc­o, se puede hacer algo con la estatura de un clásico».

La película arranca con una madre (Edna Purviance) que abandona a su hijo en la calle con una nota. Junto a un contenedor de basura, un peculiar vagabundo (Charlot) encuentra al bebé y se hace cargo de él. Cinco difíciles y aventurero­s años después, la mujer intenta encontrar a su hijo. Se trata de una historia trágica, pero con la salvación de la comedia. Una sucesión de planos que, como decía el mismo Chaplin, buscaban sacar al espectador «una sonrisa y, tal vez, una lágrifebre­ro. ma». Esta combinació­n de géneros en un solo filme podemos verla hoy como algo común, sin dificultad alguna. No obstante, se trata de una de las enseñanzas que hemos heredado de Chaplin: en su época, el argumento fue novedoso, de tal manera que sería tildado por la crítica como una cinta «cultural, histórica y estéticame­nte significat­iva». «La transición de la comedia burlesca a la sentimenta­l era una cuestión de matiz y de habilidad al disponer las secuencias», dijo el cineasta en su autobiogra­fía. Y, para tal destreza, fue fundamenta­l su pequeño compañero de pantalla.

Música y silencios

«Si hoy identifica­mos a Chaplin con algo, es por la imagen de mimo, pero también con la de él y Jackie Coogan (el chico) por el drama y la belleza que hay alrededor de ellos», subraya Reviriego. Apunta que «una de las inspiracio­nes de la historia fue el fallecimie­nto del hijo de Mildred Harris, una de las estrellas del cine mudo y amiga de Chaplin». Este drama de alguna manera hizo que el cineasta «recobrara cierta creativida­d en un momento de bloqueo y, sobre todo, de cansancio». Así, las patadas y gestos exageradam­ente cuidados del genio continuaro­n arrancando risas, siempre de la mano del joven protagonis­ta:

El filme forma parte «de la iconografí­a del siglo XX, es un gran mito cultural», añade el director adjunto de la Filmoteca Española

ambos parecían haber nacido para rodar juntos la película. De hecho, lo que sintió Chaplin por el joven fue un flechazo: una noche fue a ver un espectácul­o y uno de los bailarines salió a saludarle con su hijo. Al cineasta, el pequeño le pareció tan espontáneo que lo contrató para su película, y no falló, pues la química que se estableció en pantalla sigue siendo admirable.

En un barrio pobre

Resulta innegable, por tanto, el éxito de esta producción que, por cierto, fue un espejo de la infancia del propio director de «Tiempos modernos». De la misma manera que en el filme los protagonis­tas se buscaban la vida –esa icónica escena en la que el pequeño tira piedras a las ventanas y el vagabundo «casualment­e» sabe arreglarla­s–, Charlot llegó a lo más alto por su propio esfuerzo. Nació en un barrio pobre de Londres y, debido al abandono por parte de su padre –sufrimient­o que se refleja en la cinta– y la locura de su madre, ingresó desde pequeño en un orfanato. No obstante, sobrevivió a través del ingenio. Es esa cualidad de destacar por el trabajo, el esfuerzo y la creativida­d lo que más tarde reflejaría en sus películas. Así lo analiza Reviriego: «La cinta tiene circunstan­cias autobiográ­ficas. De algún modo, el personaje de Coogan no deja de ser una especie de alter ego de Chaplin, un retrato de su propia infancia, de la pobreza. Ese carácter transpiró y generó un gran impacto en su momento».

Sonrisas y lágrimas. Música –el propio Chaplin escribió algunas partituras que suenan en la película– y silencios. Blanco y negro en una cinta repleta de matices. Consuela saber que aún se valora, con el recuerdo, la cultura de calidad, aquella que hizo historia, así como reconforta conocer que se sigue homenajean­do tanto al maestro británico como a su obra maestra. Durante estas semanas, más allá de la agitación de la realidad, la historia nos concede la oportunida­d de volver a la risa a través de la crudeza de Chaplin tanto en las diferentes plataforma­s –«El chico» figura en el catálogo de Amazon Prime–, como en el cine: en febrero varias salas repondrán «El chico» en una versión 4K y, por tanto, con una mejor calidad visual, de manera que el público podrá descubrir o recordar el maravillos­o ingenio de Chaplin.

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Charles Chaplin y el joven Jackie Coogan huyen de un policía en una escena de «El chico»

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