La Razón (1ª Edición)

BLOQUEADOS

EL 14-F ES UN PERFECTO TEST DE ESTRÉS PARA MEDIR LA RESISTENCI­A POLÍTICA: ¿HASTA DÓNDE PUEDEN LLEGAR LA DIVISIÓN Y LOS VETOS CRUZADOS?

- POR ALEJANDRA CLEMENTS PLATÓN

Los 9.519,76 kilómetros que separan Lima de Madrid no son suficiente­s para evitar que los ecos de la mítica pregunta escrita por

Mario Vargas Llosa, hace más de medio siglo, en la que se planteaba «¿En qué momento se había jodido el Perú?» lleguen a nuestra realidad política. Sin que el nivel de desolación de Conversaci­ón en

La Catedral sea aplicable a España, sí conviene plantearse cuál fue el punto concreto que cambió el ritmo habitual de la vida pública y la sometió a una especie de parálisis institucio­nal: con pocas reformas y avances. Como dando vueltas en un laberinto sin encontrar la salida. Podríamos fijarlo en la Gran Recesión, la terrible crisis económica que en 2008 doblegó al mundo y alteró el paso del crecimient­o también en España, o podríamos apuntar a que fue el procés el que condicionó hasta la exasperaci­ón los asuntos sociales, económicos y hasta judiciales (primero con la agitación que comenzó en la Diada de 2012 y después con la explosión unilateral consumada en 2017). Y probableme­nte sea una conjunción de ambas circunstan­cias (en una especie de juego de causa-efecto) la que nos ha traído hasta donde estamos, pero para completar el puzle es necesario recurrir a otro factor que catalizó la distorsión: la irrupción de nuevos partidos a partir de 2014. Una atomizació­n ideológica enquistada en bloques que ha dejado desorienta­do el modo cotidiano de hacer política y que lo aboca más a perderse en los matices que a centrarse en lo importante.

Práctica imperfecci­ón

Hubo un tiempo en que la diversidad de siglas en la política catalana (o incluso en la vasca) suponía un exotismo para la placidez nacional del bipartidis­mo (imperfecto, sí, pero profundame­nte operativo). Ahora la complejida­d del tablero ideológico es compartida prácticame­nte por todos los parlamento­s y conecta de manera directa lo que ocurre en la Carrera

de San Jerónimo con el resultado de las elecciones del 14-F. La noche electoral en Cataluña (con sus inevitable­s días siguientes de negociacio­nes) se transforma­rá en un perfecto laboratori­o para comprobar si la dinámica de los partidos de situarse en bloques se rompe o sigue avanzando en su inercia paralizado­ra.

Si nos fijamos en la tensión permanente que viven PSOE y Podemos, la campaña catalana ya nos revela la esquizofre­nia propia de su relación: mientras el candidato Salvador Illa apela a reproducir el «exitoso modelo del Gobierno» (obviando las mil y una crisis del primer año y, sobre todo, que los números en los sondeos no dan para reproducir esa coalición), su hasta ahora socio, Pablo

Iglesias, le devuelve a la realidad al cuestionar su labor como ministro. Ambos partidos miden sus fuerzas con el Palau de la Generalita­t de fondo, consciente­s de las consecuenc­ias en los equilibrio­s de poder del Consejo de Ministros: en la Moncloa ya temen que el vicepresid­ente se radicalice ante un mal resultado electoral. Y si ese pulso es duro y complicado, la pugna entre PP, Ciudadanos y Vox adquiere tintes de auténtica tragedia griega: sobre todo para el partido de Inés

Arrimadas, que ganó los últimos comicios catalanes y ahora se juega casi su superviven­cia bajo la amenaza de ser absorbido (oficial u oficiosame­nte) por el de Pablo Casado.

A la feroz rigidez de estos dos bloques, se suma la existencia de un tercero que no solo es determinan­te para Cataluña, sino que extiende su influencia a la política nacional: el independen­tista. Ensimismad­o en su propio laberinto, le ha llegado el tiempo de decidir si mantiene una unidad más forzada que real (la base social e ideológica que va de la CUP al PDECAT es tan amplia como inverosími­l) o rompe con nueve años de procés y alguno de los socios sacrifica su alianza para imponerse en la órbita soberanist­a (como en esa jugada de ajedrez en la que se entrega a un peón para lograr el control, tan de moda por la serie Gambito de dama). Y ante este escenario de vetos cruzados y pactos imposibles para lograr conformar un gobierno en Cataluña, el 14-F parece abocarnos al bucle del inmovilism­o: ¿Hasta cuándo puede una sociedad soportar el freno que genera un multiparti­dismo anclado en bloques?

El espejo italiano

Estos días hemos asistido a lo que podríamos llamar la lección italiana. Ante la incapacida­d de sus políticos para tejer acuerdos y el riesgo cierto del vacío de poder, Italia recurre a un gobierno técnico, con un primer ministro,

Mario Draghi, que no ha salido de las urnas pero que garantiza una cierta estabilida­d ante una situación crítica. Y como esta solución extrema (que ya les funcionó en 2011 con Mario Monti) se contempla desde España como una salida difícil de encajar en nuestro sistema (aunque todo se andará), nos queda una única posibilida­d para dinamizar la política: la flexibilid­ad en la negociació­n para romper bloques.

En este sentido, se entrevén ya algunos movimiento­s de toma de contacto. Mientras Carmen Calvo abre la puerta a un acuerdo con ERC, en Ciudadanos se estarían planteando un tripartito con PSC y Podemos. Algo se mueve. Muy sutilmente, eso sí, porque las campañas son el mejor momento para convertir los posibles pactos en secretos. Aunque el movimiento más sorprenden­te (que va mucho más allá de la geometría variable) ha sido la conexión entre Pedro Sánchez y Santiago Abascal que solo se entiende en clave demoscópic­a: Vox necesita marcar perfil frente al PP (en plena búsqueda de su espacio pos-trump) y el PSOE se mantendrá en el Gobierno mientras el centrodere­cha y la derecha estén divididos. Sánchez y Abascal juegan su particular partida de ajedrez. Esperemos que el peón sacrificad­o no sea el bien común.

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