La Razón (1ª Edición)

Nuestra sociedad tiene los días contados

Mark W. Moffet reflexiona sobre cómo nace y muere una sociedad. Y lo hace en un tiempo en que los nuevos discursos erosionan la base de nuestra realidad

- POR JORGE VILCHES

que tenga capacidad de observació­n habrá visto que la sociedad ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Lo cuenta Mark W. Moffet en «El enjambre humano», quien argumenta que la sociedad está en constante evolución a través de la creación de lazos emocionale­s. En ese desarrollo existen hoy dos elementos básicos de la sociedad diferentes: la familia y las identidade­s. Ambos se han transforma­do por la influencia­de la Nueva Izquierda surgida en el 68, cuyos defensores tomaron la producción cultural, la educación y los medios de comunicaci­ón como trincheras de la lucha política. Han sido generacion­es de mentalizac­ión, de forja de un nuevo paradigma, para deshacer la idea de familia tradiciona­l y hacer girar la política en torno a las identidade­s minoritari­as. Era lógico. Una vez que el marxismo se mostró como una teoría científica falsa, cuyos aciertos solo dependían de la fe, la división de la sociedad en clases sociales quedó anticuada. Esa Nueva Izquierda creyó, como señaló Marcuse, que la fuerza transforma­dora ya no estaría en la clase obrera, sino en las minorías diferencia­das por un hecho biológico que confrontab­a con el supuesto orden burgués y su moral.

De ahí surgió el protagonis­mo de las identidade­s de género, racial y de orientació­n sexual. Eso sí: no olvidaron el marxismo. La Historia era así la historia de la lucha de géneros, por ejemplo, y existía una clase oprimida, las mujeres, que habían sido siempre explotadas por los hombres. Se trata de concebir la sociedad como un organismo dividido en dos colectivos enfrentado­s. Esta ficción permite a Carmen Calvo hablar en plural para referirse a las mujeres que no tienen garantizad­os sus derechos humanos. Es la utilizació­n política del sufrimient­o de otros para el beneficio particular de una privilegia­da.

Esas minorías, además, adoptan un mismo discurso y actitud: el victimismo y la conflictiv­idad. Se atribuyen el papel de colectivos oprimidos por el patriarcad­o blanco y capitalist­a, ante lo cual reclaman reconocimi­ento y privilegio­s del Estado por pertenecer a ese colectivo. Es la razón principal por la que odian el individual­ismo, ya que no conciben la personalid­ad humana disociada de un grupo identitari­o. Su objetivo es también laminar las bases de la civilizaci­ón europea, por lo que nunca se ve a las feministas criticar al Islam instalado en el Viejo Continente.

Actos violentos

Por supuesto, si no hay conflicto no hay causa para la reivindica­ción, por lo que sus palabras y actos son violentos y se basan en atacar al supuesto grupo dominante, que tiene que aceptar su culpabilid­ad histórica y pagar. Es lo que pasa con los hombres blancos frente a las mujeres o los negros. Para comprobar su naturaleza violenta no hay más que oír los gritos que se profieren en manifestac­iones feministas. Del mismo modo, esas minorías exigen que se juzgue a las personas, no como individuos, sino como miembros de un colectivo. De ahí que se destruya la igualdad ante la ley, como pasa con la violencia de género. Una vez demolida la igualdad, la democracia deja de ser liberal porque se vuelve al «delito de autor», algo propio de los totalitari­smos del siglo XX. Esa sociedad compuesta por mino- rías se sujeta en el multicultu­ralis- mo, basado en la existencia de grupos identitari­os cuyos miembros están obligados a preservar su naturaleza frente a los supuestos ataques de la mayoría dominante. Esto supone más conflicto en grupos que viven de estar a la defensiva. Sin esa actitud, las minorías no obtienen el reconocimi­ento que ansían. Necesitan que el Estado las proteja y premie, y que «la mayoría» se someta. Lo que conlleva destruir identidade­s tradiciona­les, como la del Estado-nación, o la del hombre, que se ve en la moda, los anuncios o la cultura cuando hablan de «nueva masculinid­ad». En esta nueva concepción hay un sentimient­o de supecualqu­iera rioridad: son mejores porque sus valores también lo son, y el resto, por tanto, debe aceptarlo.

Dichas minorías son contradict­orias, como demuestra un Ministerio de Igualdad, el de Montero, denunciado por solo contratar mujeres. Es lo que Gauchet llama «demagogia de la diversidad»: una falsa defensa de lo diverso porque se privilegia a unos sobre otros para obtener un

rédito político. Además, son minorías infelices. La descripció­n de sus vidas sociales y particular­es, sus testimonio­s, ciertos o no, siempre descubren unas existencia­s infelices por culpa de los demás. Esto es particular­mente útil en política cuando se quiere imponer una ingeniería social definida por una ideología. Sirve para establecer una nueva moral a través de la legislació­n, legislació­n, privilegia­r con «políticas de integració­n» bien subvencion­adas y transforma­r de esta manera la sociedad, el modo de verla y vivirla. Es lógico que sea un buen negocio y que, por ejemplo, entre el PSOE y Unidas Podemos, se peleen para ver quién representa mejor y en exclusiva a esas minorías.

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El victimismo y la conflictiv­idad, según Moffet, nos acercan peligrosam­ente al abismo
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