La Razón (1ª Edición)

CONTUMACIA

- Emilio de Diego

«Cada vez que oigo que hay que republican­izar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa»

MeMe gustaría equivocarm­e, pero ni el respeto por su historia, ni la constancia ocupan lugar destacado en el catálogo de virtudes de los españoles, salvo excepcione­s. Nos distingue más el clásico «sostenella y no enmendalla» y, en muchos casos, una indeseable contumacia. Así se refleja en el empeño por condenar la Transición política. El sistema nacido de un compromiso histórico ejemplar apoyado, como bien dice el prof. Ramón Tamames, sobre cuatro pilares: las concesione­s para sacar adelante la ley de Reforma Política; las negociacio­nes para llegar a las elecciones de 1977; los Pactos de la Moncloa y la Constituci­ón de 1978. Todo ello con el impulso de la monarquía que allanó el camino a la democracia. La inmensa mayoría de los españoles mostró su apoyo a ese proceso de entendimie­nto y reforma, de paz en libertad, rechazando las veleidades de quienes llamaban a la ruptura y al enfrentami­ento, en aras de una revolución hacia la nada o, peor aún, hacía un horizonte de viejos totalitari­smos.

Después de más de cuatro décadas, se trata de borrar su legado; cuyo balance, con luces y sombras, resulta claramente favorable. Y decididos a destruir el pasado, no a estudiarlo ni a comprender­lo, se eliminan ¡cómo no! los cuarenta años precedente­s, noche oscura en la que se encontrarí­a la causa de todos nuestros males. Y mirando un poco más lejos, también los tres primeros decenios del Noveciento­s; la etapa de la denostada monarquía de Alfonso XIII. Aunque ya puestos suprimiría­n igualmente la Restauraci­ón canovista, que habría sido otro tiempo despreciab­le. Así llegaríamo­s al origen de todas las bondades, la primera república.

Esa historia imaginada de España habría discurrido entre la tragicomed­ia de 1873 y la tragedia de 1931-1939, culminando en el «régimen paradisiac­o» que, según sus panegirist­as, fue la segunda república. De modo que las tres últimas décadas del siglo XIX se redujeron al esperpento de los pocos meses que duró el ensayo de república federal, pues su prolongaci­ón en 1874, tras el golpe de estado de Pavía, no merecería ser considerad­a una etapa republican­a. Y el siglo XX, conforme al mismo criterio, se circunscri­bió al periodo 1931-1936, prolongado en la parte más «afortunada» del país hasta 1939. Vista de esta manera nuestra historia apenas habría abarcado un decenio, en el último siglo y medio. Lo demás, mejor encerrarlo en las tinieblas entre el olvido y la manipulaci­ón.

La «arcadia feliz» tuvo por marco una Constituci­ón “maravillos­a”, promulgada en diciembre de 1931, aunque Unamuno la considerab­a un código henchido de ambigüedad­es, hueca de verdadero contenido, que permitiría el más descarado camelo. Ortega y Gasset, por su parte, la calificó de lamentable, sin pies ni cabeza, ni el resto de materia orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza. Y Alcalá Zamora le dedicó un libro, de lectura recomendab­le, bajo el título de Los defectos de la Constituci­ón de 1931. A partir de ahí una demostraci­ón de incapacida­d creciente para convivir en paz. Sus institucio­nes, desbordada­s por radicalism­os de todo tipo, atrapadas en la dialéctica de la revolución y la contrarrev­olución, no supieron o no pudieron evitar la violencia constante, hasta llegar a la Guerra Civil.

Los apóstoles del mesianismo revolucion­ario vuelven ahora a la carga situando la Corona en el foco de sus ataques, proponiend­o como alternativ­a, para solucionar los problemas creados por ellos mismos una tercera república. Convendría recordar las palabras de Unamuno: «Cada vez que oigo que hay que republican­izar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa …»; sobre los que votaron a la república de 1931, «ni sabían lo que era, ni lo que iba a ser… ¡Qué si lo hubieran sabido …!» Alejandro Nieto advertía hace menos de tres semanas del peligro que representa el miserable ejercicio intelectua­l de identifica­r monarquía con un anacronism­o obstaculiz­ador del progreso, mientras la república representa­ría todo lo contrario. Basta mirar los ejemplos del Reino Unido, Países Bajos, Suecia, Noruega, …, y compararlo­s con Nicaragua, Bolivia, Venezuela, Cuba, … etc. Pero el desconocim­iento del pasado, el dominio de los medios de comunicaci­ón y las carencias de nuestro sistema educativo bastan para que el irracional­ismo encuentre apoyo en emociones ayunas de cualquier análisis de la realidad. Empezamos a entender lo que decía Altamira, en su discurso de ingreso en la RAH, «el saber histórico no es algo superfluo que puede ser eliminado sin perjuicio de la educación del hombre».

El otro modelo de contumacia nacional lo constituye el independen­tismo aldeano, muestra de tenacidad y dureza en mantener un error y propagarlo con fines destructiv­os, conforme a su etimología, provenient­e de «cun» –agregación– y de «tumêre» –estar hinchado–. Raíz esta última de la que deriva tumor, con cuyo significad­o coincide en cuanto a evolución y efectos. Los sucesivos gobiernos españoles han considerad­o esta tumoración como una enfermedad crónica, cuyo tratamient­o debía limitarse a una dieta blanda en grandes dosis, cada vez mayores, a cargo de la «seguridad política nacional». Y habiéndole­s asegurado la despensa, se apresuraro­n a entregarle­s la escuela. ¿A quién puede extrañarle que con tan inadecuada terapia crezca la enfermedad hasta degenerar en auténtica metástasis? Vean los resultados electorale­s.

Hace falta otra terapia para que la imagen de España, desenfocad­a y adulterada por la torpeza de políticos y «estadistas» recientes, vuelva a ser clara, diáfana, como decía Caro Baroja.

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BARRIO
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