La Razón (1ª Edición)

Cuerpo a tierra bajo las metralleta­s

- Abel Hernández

Aquella tarde, hace cuarenta años, el ambiente político estaba muy enrarecido en España. Más oscuro que ahora, que tampoco está precisamen­te claro, aunque sea por motivos distintos. En las escalerill­as de la entrada al Congreso de los Diputados que dan al pasillo del hemiciclo me encontré con Luis Solana y Enrique Curiel, dos diputados de izquierda. Íbamos a asistir a la investidur­a de Leopoldo Calvosotel­o, sucesor de Adolfo Suárez. Era el segundo intento y nadie esperaba sorpresas. «¿No creéis –les pregunté entrando– que los de la «Galaxia» nos van a dar un susto en cualquier momento?». «Pero hombre, Abel, –respondió Solana, siempre tan alegre y confiado–, ¡pero si son unos románticos!».

Lo cierto es que el ruido de sables era perfectame­nte perceptibl­e, y hasta estruendos­o, aquel mes de febrero de 1981. Los conjurados de la «Operación Galaxia» (por la cafetería madrileña donde se reunían) habían pretendido secuestrar al Gobierno entero en La Moncloa durante la reunión del Consejo de ministros. Suárez, el primer presidente constituci­onal, acosado por el PSOE y por su propio partido, dimitió creyendo que así evitaría el golpe, después de haber perdido la confianza del Rey. El detonante de la dimisión fue una encerrona con altos jefes militares en La Zarzuela –el Rey había tenido que suspender una cacería por este motivo y regresar urgentemen­te a Madrid–, en la que un capitán general le puso al presidente la pistola encima de la mesa.

Con la complicida­d de buena parte de los socialista­s y de la derecha y el respaldo de importante­s medios de comunicaci­ón y del mundo del dinero, se tanteó la posibilida­d de un Gobierno de salvación nacional, presidido por un militar, después de haber fracasado el intento de un Gobierno de gestión encabezado por el tecnócrata Gregorio López Bravo. Al Rey no le pareció mal ese Gobierno de salvación, que se denominó «Operación De Gaulle», con el general Alfonso Armada al frente. El propio Armada envió a La Zarzuela los papeles del plan, dudosament­e constituci­onal, preparado, según aseguró, por un conocido constituci­onalista que había sido senador real. El CESID (antiguo CNI) participó activament­e en la operación. Lo llamaron «golpe blando». Pretendían parar así el «golpe duro» que estaba en marcha y que temía todo el mundo, también el monarca.

Fue una grave imprudenci­a por parte de muchos, incluido don Juan Carlos. El error del Rey consistió en confiar más, en un momento dado, en Armada que en Suárez. Esto alentó el golpe del 23-F. Afortunada­mente rectificó a tiempo, impidiendo que el general Armada accediera aquella tarde a La Zarzuela – «ni está ni se le espera»– y luego fue el rey Juan Carlos el que, a la vista de todo el mundo, paró el golpe y salvó la democracia. Nunca se lo agradecere­mos bastante.

Pero volvamos al Congreso. La sesión de investidur­a discurría con la monotonía prevista. Un grupo de periodista­s abandonamo­s la tribuna y nos encaminamo­s a la cafetería a preparar con Luis Sánchez Merlo, hombre de Calvo-sotelo, la primera conferenci­a de Prensa del nuevo presidente. Estábamos en el pasillo cuando oímos los primeros disparos. Por un instante creí que era un comando de ETA, pero enseguida vimos a Tejero y los tricornios. Salimos corriendo hacia la otra puerta, pero nos cortaron el paso y nos encerraron, a punta de metralleta, en la sala de enfrente. Nos obligaron a estar cuerpo a tierra durante más de una hora. Oímos los disparos en el hemiciclo. Temimos que pronto empezaría el tiroteo y el sálvese quien pueda. La sala estaba sin moqueta y hacía frío. A un fotógrafo mayor le temblaban llamativam­ente las piernas. Llevaba la iniciativa un sargento joven, menudo, desaliñado y exaltado. Era el que mandaba. Lo primero que hizo fue cortar los cables del teléfono. Cuando se fue, dejó nuestra custodia en manos de dos tenientes de la Guardia Civil orondos y más apacibles. Seguimos así tumbados un buen rato, apretados unos con otros. El reloj de la pared parecía parado. La mayoría éramos periodista­s, pero había también escoltas, asesores, secretaria­s… Así estuvimos, mudos, secuestrad­os, sin saber qué estaba pasando en el hemiciclo, donde habían sonado los disparos, al otro lado del pasillo.

Confieso que aquella tarde del 23 de febrero, arrojado contra el suelo, pasé miedo y vergüenza. ¡Con lo que nos había costado alcanzar la democracia y la reconcilia­ción, y volvíamos a las andadas! Como algunos pretenden ahora. La noticia estaría abriendo ya todos los telediario­s en Europa. En eso pensé. En eso y en mi casa. Entonces no había móviles. No sabía si volvería a ver a mis hijos. Cuando se relajó algo la situación, dejaron salir a las mujeres y a los mayores y nos permitiero­n sentarnos en el suelo pegados a la pared. Entonces me atreví a preguntar a uno de nuestros vigilantes armados: «¿Podemos tomar nota de lo que está pasando?» Y él me respondió con una sonrisa de perdonavid­as: «No, esto no se olvida fácilmente». Llevaba razón. Nunca lo he olvidado.

Con el 23-F pretendían un «golpe blando» para parar un «golpe duro» que temía todo el mundo, también el Rey

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