Febreros
Durante este mes ha quedado constituido en Italia un nuevo gobierno de unidad nacional, formado y presidido con amplio consenso parlamentario, por Mario Draghi. Es la cuarta vez desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, que Italia recurre a esta solución de emergencia, lo que representa un ejercicio de responsabilidad de su clase política. Diseñado inicialmente con tecnócratas, ha acabado incluyendo también a políticos de seis partidos. Destaca entre los nombramientos el de Daniele Franco como ministro de economía que deberá gestionar los 209.000 millones de euros procedentes de la Unión Europea. Italia, con papel destacado de su Presidente de la República, ha intervenido a tiempo, consciente de lo que representa esta medida ante la enorme crisis creada por el COVID en su economía con una deuda pública que ha pasado del 135% de su PIB, al 162%. Ha preferido intervenir, antes de que la intervengan. No podía arriesgarse a nuevas elecciones con largos meses para formar gobierno como en 2018, dado el fragmentado mapa de sus partidos. Con el prestigio de Draghi, genera confianza y se pone en buena posición de partida para recibir estos fondos. Aporta además, un ejecutivo unido: «la unidad no es una opción; es un deber» dijo aquel. Primer resultado: ya ha mejorado la prima de riesgo italiana respecto a la nuestra.
Siguiendo día a día este proceso, he ido comparándolo con nuestra situación política y económica en la que no destacan ni el prestigio de nuestros dirigentes ni la unidad de acción de un Ejecutivo que se diluye cada día más en banderías, personalismos, egoísmos y mediocridades. Tras cada período electoral en el que ningún partido ha obtenido mayoría absoluta, hemos apuntado la necesidad de gobiernos de concentración o la fórmula alemana de la gran coalición. Pero nunca hemos sido capaces de consensuar un gobierno de unidad como en Italia.
Quedó en intento, –y quizás de vacuna– el de febrero de 1981 que estos días recordamos.
Es difícil situar a las generaciones jóvenes en el tenso ambiente de aquellos días que nos llevaron a aquel lunes 23-F, que significó la mayor grieta política y social producida en nuestra Transición. En plena crisis de UCD, dimitido el Presidente Suárez, en continuada ofensiva asesina de ETA que mantenía secuestrado al industrial valenciano Luis Suñer, los Reyes Juan Carlos y Sofía visitaron el País Vasco con prevista intervención del Rey en la Casa de Juntas de Guernica. La actitud de parlamentarios de HB, fue claramente provocadora e insultante. Para aumentar la tensión, ETA lanzó y consumó un nuevo y criminal chantaje: tras secuestrar a Jose María Ryan un brillante brillante ingeniero nuclear formado en los EE UU, exigió la demolición de la central nuclear de Lemóniz en el plazo de siete días, a cambio de su vida. De nada sirvieron las intervenciones de su esposa, del mayor de sus cinco hijos de seis años y las gestiones y compromisos de Iberduero, la propietaria de la central. El día 6 aparecía su cadáver maniatado en una pista forestal cerca de Zarátamo. Releer hoy la valiente carta que publicó posteriormente su viuda Pepita Murúa, hablando de sacrificios y perdón, aun estremece. Más aun, constatando la actitud de sus asesinos, a día de hoy.
Y aunque parezca imposible, aun cayó sobre nuestra sociedad otro grave acontecimiento. A raíz de la detención a tiro limpio en Madrid de dos miembros de un comando de ETA, uno de ellos, Jose Arregui, tras días de interrogatorios en la Dirección General de Seguridad, tuvo que ser trasladado al Hospital Penitenciario de Carabanchel dado su estado de salud. Vista su gravedad, se decidió evacuarlo al Hospital Provincial de Madrid. Moriría el día 13, durante la evacuación. La lectura de la prensa de aquellos días, las intervenciones parlamentarias, los comunicados del Ministerio del Interior –aun sin conocer los resultados de la autopsia– reflejan la extrema gravedad del momento.
Diversas personalidades o colectivos, pedían «golpes de timón», «operaciones De Gaulle», gobiernos de concentración o de salvación nacional. En una conocida lista-no sé si asumida por la totalidad de ellos figuraban con Armada como Presidente, Felipe González como vicepresidente, López de Letona, Areilza, Fraga, Peces-barba, Pio Cabanillas, Miguel Herrero, Jordi Solé Turá, Sahagún, Ferrer Salat ,Garrigues, Tamames, Javier Solana, Enrique Mújica, Ansón y los generales Sáenz Santamaría y Saavedra.(1) . En mi opinión aquellos intentos constituían el «golpe». La fórmula podía encajar en el artº 99 de nuestra Constitución a falta solo del aval parlamentario, antes de proponerlo al Rey. ¿Hubiera sido diferente nuestra historia?
Solo un contragolpe, al más puro estilo Curzio Malaparte, podía descomponerlo.
Ya conocen lo que pasó aquel lunes 23. La frase más común en aquellos momentos sería: «así no; no es esto lo que nos han propuesto».
(1). Jesús Palacios. «23 –F: EL GOLPE DEL CESID». Pag. 413. Planeta 2001.