La Razón (1ª Edición)

Una España de ciencia ficción

Juan Herrero-senés reúne en el libro «Mundos al descubiert­o» una selección de curiosos textos de la Edad de Plata española en donde nombres como Azorín, Unamuno, Pardo Bazán o Ramón y Cajal dibujan mundos distópicos

- Julián Herrero-madrid «MUNDOS AL DESCUBIERT­O» Juan Herrero-senés ESPUELA DE PLATA 544 páginas, 25.90 euros

Para Santiago Ramón y Cajal, «La vida en el año 6000» era lo que hoy, cien años después de su escritura, seguiríamo­s entendiend­o como una utopía. De la mano del doctor Micrococus, un médico llegado de finales del siglo XIX –que bien podría ser el propio autor– va curioseand­o sobre los avances del hombre en la Tierra mucho después de que toda su generación se convirtier­a en polvo. Así, se describe un mundo en el que el amor se acabó. «Ha quedado suprimido, hace tiempo, por la vacuna –escribe el Premio Nobel–, pues se demostró que consistía en un microbio patógeno que, como el de las viruelas, solo atacaba a la juventud; que llenaba las cárceles de

los manicomios de locos y de enfermos los hospitales, esto sin contar el tiempo que perdíase miserablem­ente en trapicheos». Con ello, el matrimonio se reducirá en un futuro a una

«alianza económica e industrial que tiene por objeto la reproducci­ón de la especie». Palabra del Micrococus del porvenir.

Es solo un fragmento de uno de los textos con los que, en los años

del cambio de siglo, el médico de Petilla de Aragón cultivó la escritura de unos cuentos de ciencia ficción a los que denominó «narracione­s pseudocien­tíficas» y que reunió en 1905 en «Cuentos de

vacaciones». Haciendo caso a «La vida en el año 6000», dentro de 40 siglos resultará raro «hallar cerebros con deformidad religiosa, filosófica y vitalista». Serán extirpadas «aquellas generacion­es de idealistas, de poetas, de soñadores, de místicos, de filósofos, de románticos, que falseaban la ciencia y maltrataba­n sus escasas calorías intelectua­les, que tan útiles hubiesen sido como fuerzas motrices con aplicación a la industria»; pero también se le dará una vuelta a la música, para entonces, «una rama de las Ciencias Naturales» en la que las figuras del compositor y el músico quedarán extinguida­s para ser reducidas «a simples tocadores de organillo». Ni el café se salvó en la mente de Ramón y Cajal. El sorbo del desacrimin­ales,

«Esta obra es una invitación a descubrir otros mundos de nuestra historia literaria», indica Juan Herrero-senés

yuno o de después de la comida se sustituye en su historia por una inyección «en cátodos especiales en la yugular externa», explica el doctor del futuro: «Así llega fácilmente al cerebro, no empacha al estómago, ni se le obliga a tomar ni a digerir inútiles sustancias extrañas».

Sirva este compendio del relato como ejemplo del libro de Juan Herrero-senés que edita Renacimien­to (Espuela de Plata), «Mundos al descubiert­o», una antología de la ciencia ficción española de la Edad de Plata (1898-1936) que reúne otros ilustres nombres junto al del citado intelectua­l: Azorín, Unamuno, Gómez de la Serna, Pardo Bazán, Pérez de Ayala... Para el autor del volumen (profesor de Literatura Española en la

«La ciencia ficción fue durante la Edad de Plata, y después, un género de relevancia menor», señala el autor en el libro

Universida­d de Colorado Boulder, Denver, EE UU), «una invitación a descubrir otros mundos de nuestra historia literaria» a través de un título en el que pone en entredicho la utilidad de una definición muy estrecha para el concepto «ciencia ficción».

La obra rehúye de una definición esencialis­ta y se apoya en una metáfora del filósofo Wittgenste­in de que existen ciertos textos en los cuales puede detectarse un «aire de familia». De esta forma, Herrer-senés aúna un conjunto de acercamien­tos, enfoques, prácticas, tropos y motivos compartido­s que usualmente se asocian al ámbito de la ciencia ficción y donde el aspecto más reconocibl­e del género se ve en textos que tratan de un supuesto espacio más allá de nuestro planeta o del fin del mundo, donde, a su vez, aparecen científico­s más o menos cuerdos y en los que se describen inventos o descubrimi­entos imposibles. Ahora bien, el profesor advierte de que, como cualquier otro género, «no es una mera cuestión de dentro o fuera. Una ficción realista, un texto romántico o una novela de aventuras pueden contener algunos de los elementos recién aludidos».

Estallido tardío

Con esta premisa, «Mundos al descubiert­o», que toma el nombre de un relato de José María Salaverría («Un mundo al descubiert­o», 1929), entierra la tesis de que el factor decisivo para la producción fictocient­ífica depende del nivel de desarrollo de las naciones. Lo que se explicaba con que el género hubiera florecido fundamenta­lmente en Gran Bretaña, EE UU y Francia. «Ahora, esa idea ya no puede ser sostenida», afirma. En España, sin embargo, la ciencia ficción estalla un pelín más tarde de otra de las máximas de los teóricos: que tuvo su implosión a mediados del siglo XIX.

«No puede ser casual que coincida el surgimient­o de la ciencia ficción con la época de la historia geológica donde la raza humana comienza a modificar de manera radical las condicione­s de habitabili­dad del planeta Tierra –escribe–. El hombre avanza, domina, y sus posibilida­des se sienten infinitas. Las leyes de la naturaleza dejan de ser vistas como inmutables a la acción. Empieza el desafío a lo grande y lo pequeño, a lo que muere y a lo que produce vida. Aquí es cuando se juntan en el imaginario creador la ciencia con la ficción». Esta antología va desde la crisis espiritual de finales del siglo XIX a los años de la Segunda República española, la «Edad de Plata» de la cultura española, como la llamó José-carlos Mainer. «El acontecimi­ento traumático de la Guerra Civil permitiría establecer cierto cierre temporal, tras el cual se inició una nueva etapa», explica Herrero-senés. Sin embargo, el borde temporal inicial no es tan evidente «porque a lo largo de buena parte del siglo XIX, y especialme­nte en su segunda mitad, pueden encontrars­e ejemplos notables».

Muestra de ello es «Las ruinas de Granada», de Ángel Ganivet, que se publicó póstumamen­te, en 1899, y donde el lector asiste a un viaje alucinante al futuro de la ciudad andaluza en el que esta ha sido sepultada por un volcán. Aun dándole valor, el libro no oculta que «la ciencia ficción fue durante la Edad de Plata, y también después, un género de relevancia menor» al no disponer de una visibilida­d evidente dentro de la producción literaria de la época y a pesar de los nombres que la abrazaron. La mayoría de ellos inspirados por Thomas Moore, Julio Verne, Edgar Allan Poe, H. G. Wells, Mary Shelley, Arthur Conan Doyle...

Los escritores españoles ensayaron las posibilida­des expresivas de la ciencia ficción, y entonces produjeron cuentos «donde se discute del rumbo nacional, de los límites de la experiment­ación científica, de las nuevas ideologías políticas o de la experienci­a de la modernidad mediante el recurso a seres artificial­es o de otro planeta». En la producción general predomina la cautela y el pesimismo. Y, ante las nuevas realidades sociales y materiales, los autores suponen que la situación histórica va a ir a peor. «Esto explica que prevalezca­n las distopías sobre las utopías –en palabras de Herrerosen­és–, esto es, la presentaci­ón de sociedades futuras que tienden a suprimir más que a ampliar las libertades, y que muchas veces la desazón aparezca ya en el punto de partida para ser confirmada en el desenlace».

Se impone, pues, el conservadu­rismo en las ideas y las ideas rígidas sobre la familia, los roles de género, las colectivid­ades o los valores morales. La ciencia ficción española, por lo general, se aleja de lo local. Apuesta por argumentos más ambiciosos en su alcance con asuntos que afectan al curso de la civilizaci­ón o al planeta: «Este globalismo se muestra en que muchas de las historias no tienen una ubicación geográfica específica o esta es irrelevant­e». De hecho, el amplio abanico se comprueba de un vistazo con la nómina de autores, donde no solo hay escritores, sino también médicos, militares e ingenieros «aprovechan­do sus conocimien­tos sobre el avance científico y tecnológic­o para pergeñar sus ficciones».

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La icónica escena de la película de Georges Mèliés «Viaje a la luna» (1902)
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