JOSÉ ABAD ALMENDÁRIZ
LaLa inesperada y terrible «Corono Pandemia» nos ha sumido en una inusitada crisis y ha puesto de manifiesto que nuestro exultante bienestar era más frágil de lo que creíamos. Gozábamos de un irreal e irreflexivo optimismo.
Históricamente se dice con rotundidad y muy enfáticamente que la relación médico paciente (en adelante RMP) es la piedra angular de la práctica médica. Pero ya antes de la calamitosa pandemia dicha relación denotaba carencias para uno y otro.
Lo primero que ve un paciente actual cuando acude a una consulta es a un médico abstraído, ensimismado con su ordenador; más pendiente de escribir que de observar, apenas mira, escucha y se utilizan protocolos y algoritmos para codificar la información, para ir al grano. Deprisa, deprisa.
El arte de la Medicina está cayendo en desuso –ese proceso sutil, complejo, de intuición, juicio clínico; de ver y mirar; de oír y escuchar; de entender y acompañar–. La RMP ha sido sustituida por los aparatos y los protocolos y tiende a ser mecánica y despersonalizada. Al médico se le exige ser un experto, y ciertamente lo es. Lo científico es lo que predomina.
No es de extrañar que desde hace algún tiempo se hable recalcitrantemente de que hay que humanizar la Medicina. Algo falla, algo falta. Pero ¿puede haber una relación más humana que la RMP?
Y, de pronto, aparece una nueva pandemia, que, como toda gran catástrofe, hace que surjan miedos atávicos, ancestrales y aparezcan otros nuevos. Somos dependientes, frágiles; sobre todo en momentos como estos. Son tiempos de repliegue y prevención. Además, surge una inesperada y traumática sorpresa: el amigo o familiar que nos ayuda y protege nos puede infectar, y a su vez, los médicos también son vectores de infección. No te puedes fiar del semejante, y tampoco se fían de ti. Pero –lo más grave– no te puedes fiar del médico que además va embozado.
¿Y el médico? El médico, como persona que es, también tiene miedo, a veces pánico de infectarse e infectar a su familia. El coronavirus, pues, nos clasifica con toda crudeza en dos categorías: o estamos enfermos o pavor a estarlo. Ciertamente hay una tercera categoría –representada fundamentalmente por los jóvenes – que repudian el miedo por ignorancia o radical negación, haciéndoles vivir en mundos paralelos.
No obstante, el miedo, socialmente legitimado, planea por doquier. Tenemos la certeza, refrendada por la estadística, de que numerosos pacientes graves (infartos, cáncer, ictus...) están evitando