Qué bonito
Que todos somos iguales ante la ley es una de los axiomas más cacareados de la democracia. Que unos son más iguales que otros, es la jarra de realidad fría que nos arrojan a la cara a los ciudadanos. Desconozco las circunstancias del viaje a Madrid del que fuera ministro de Sanidad, Salvador Illa, el pasado fin de semana en pleno cierre perimetral decretado por el mismo gobierno al que perteneció, como ignoro el contexto de los desplazamientos de otros muchos políticos de diferentes partidos, y el de otras personas carentes de responsabilidad pública pero obligadas a ser responsables socialmente.
No me gusta la imagen de sucursal de la Gestapo que tendemos a mostrar en cuanto vemos una supuesta irregularidad, sin tener toda la información al respecto, algo muy extendido en redes sociales y, lo que es más grave, en algunos medios de comunicación, donde aseguran desconocer una de las dos versiones de la historia porque nadie se la hizo llegar, obviando el hecho de que son ellos los que deben salir a buscarla. Pero la realidad es que no queda bonito. Igual que no resulta bonito decirle a las personas que no salgan y se queden en casa, mientras les obligan a formar parte de las mesas electorales por la incapacidad manifiesta de los políticos.
Lo de la mujer del César, además de antiguo y manido, y aun estando desnaturalizado del contexto actual, sigue muy vigente. Además de serlo, hay que parecerlo, especialmente en una sociedad donde todo parece moverse por la dictadura de la imagen, sea o no cierta. Un amigo me contó que la sociedad que se escandaliza de la imagen de sus políticos es hipócrita. «Los suecos tienen políticos rubios porque ellos también son rubios», me dijo en un alarde de simplicidad argumental. Pero si lo piensa, razón no le falta.