La Razón (1ª Edición)

PUERTA GRANDE EN EL JUEVES DE FAROLILLOS

UN GOL DEL MALOGRADO EXTREMO CAMBIÓ LA VIDA A UN SEVILLA QUE NO GANABA UN TÍTULO DESDE HACÍA CASI SESENTA AÑOS

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EraEra Jueves de Feria, pero el foco no estaba en el Real de Los Remedios ni en el coso maestrante del Arenal, sino en el estadio Ramón Sánchez-pizjuán, barrio de Nervión, a doscientos metros escasos de la plazoleta en la que Antonio Puerta martirizab­a a los vecinos desde niño con sus incesantes pelotazos contra la pared. El Sevilla, ni un título desde 1948 y ninguna final desde 1962, debía hacer bueno contra el Schalke 04 el empate a cero sumado en Gelsenkirc­hen en la ida de la semifinal de la Copa de la UEFA. Dos generacion­es de sevillista­s se despedían de este valle de lágrimas sin haber visto a su equipo levantar un mísero trofeo. Todo cambió aquella noche.

El partido era una de esas olvidables guerras de trincheras que suelen ser los encuentros con mucho en juego. Más miedo que fútbol, más nervios que ocasiones, más ruido –muchísimo ruido en la grada donde no faltaba la nota folklórica de numerosas aficionada­s con traje de gitana– que nueces. Puerta, un chaval de 22 años que ni siquiera siquiera lucía dorsal del primer equipo, había suplido a Adriano Correia mediada la segunda parte sin mayor incidencia en el duelo, transcurrí­a hacia el final de la primera parte de la prórroga rumbo a una terrorífic­a tanda de penaltis.

A principios de esa temporada, el 14 de octubre, el Sevilla había culminado los actos de un centenario cuyo mejor legado fue el himno de Javier Labandón «Arrebato», uno de esos sevillista­s que jamás había visto a su equipo luchar por nada que mereciera la pena y a quien la esperanza, tan poderosa como insensata, inspiró su verso más atinado: «Dicen que nunca se rinde…». Era justo el minuto cien cuando Jesús Navas, otro pipiolo un año más joven que Puerta, puso en el área un centro bajo que fue dando botecitos como una perdiz hasta que el interior del otro lado, con esa armonía gestual que sólo tienen los zurdos, empaló un misil que entró tras rozar el palo.

«Más de de cien años lleva mi equipo luchando…», sigue el «Arrebato» en su composició­n y, tras cien minutos de angustiosa tensión, llegó el estallido. Que no fue sólo la explosión de júbilo de una afición hastiada de mediocrida­d, sino la eclosión al más alto nivel de un club que, desde entonces, vive en una borrachera de éxito permanente. Quince años de triunfos preludiado­s por quince meses de ensueño, entre mayo de 2006 y agosto de 2007, en los que el Sevilla ganó cinco títulos cuando en su primera centuria de historia había atesorado cuatro y en los que rozó una Liga que sólo la ceguera (en el mejor de los casos) de un árbitro en Mallorca le impidió conquistar. Esta temporada tampoco caerá la breva.

Puerta fue ganando protagonis­mo en los planes de Juande Ramos, que lo mismo lo alineaba de interior que de lateral. En Mónaco, en la Supercopa de Europa (3-0 a un Barcelona con Messi, Ronaldinho, Etoo, Xavi, Puyol e Iniesta), protagoniz­ó una jugada maradonian­a que dio la vuelta al mundo y le valió su primera convocator­ia con la selección de

Luis Aragonés, llamada a tiranizar el fútbol durante el lustro siguiente. La muerte, brutal e inexplicab­le como siempre que golpea a un chico tan joven, se cruzó en su camino dejando mil páginas de oro por escribir, como las que habrían protagoniz­ado Mozart, Lord Byron o Joselito el Gallo.

Fue Puerta, lo es y lo será, uno de los cuatro mosquetero­s de la última generación de canteranos del Sevilla que se desolló las rodillas en campos de albero. Había nacido en 1984 y coincidió en un millón de tardes en la destartala­da ciudad deportiva de la carretera de Utrera –hoy parece un campus de la Ivy League– con el también malogrado Reyes (83), Jesús Navas (85) y Sergio Ramos (86), tres futbolista­s descomunal­es que han acumulado docenas de títulos y que están unidos por el técnico que los mimó desde alevines, Pablo Blanco, y por el entrenador que los hizo debutar en la élite, Joaquín Caparrós. Seguirá vivo mientras se brinde por él un Jueves de Feria en cualquier caseta.

Una jugada «maradonian­a» contra el Barça le valió la convocator­ia de la selección

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