La Razón (1ª Edición)

Gervasio Sánchez siempre vuelve

En «Álbum de posguerra» el reportero regresa a Sarajevo para encontrars­e con los niños que fotografió en la Guerra de Bosnia

- Julián Herrero

Los niños juegan a lo que conocen. Si ven guerra, juegan a la guerra. Y en Sarajevo, entre 1992 y 1996, como en cualquier conflicto, no fue diferente. Si padres y hermanos estaban en primera línea del frente defendiend­o la ciudad, la chavalería hacía lo propio en su bloque de viviendas. Eso sí, entre risas y rodeados de camiones quemados y desguazado­s. «No teníamos miedo», cuenta Saban Sultanovic. Se sentían como en «Rambo» o «Top Gun», dice. Sin embargo, dentro del horror, el que fuera un niño de la Guerra de Bosnia se fijó en un hombre que les tomaba una foto. «Un señor con un chaleco de fotorrepor­tero», explica de una imagen que le cambió la vida. Dejó atrás su sueño de ser piloto para querer tomar instantáne­as. Y así hizo durante años. Hoy ya no. «No me llegaba para pagar los gastos. Ni para un juguete para mi hija», lamenta quien ahora empalma trabajos temporales entre Croacia y Bosnia.

«La situación es muy difícil. Hay mucha corrupción».

Son los restos de una batalla que nunca terminó. Porque, como dice Gervasio Sánchez, «las guerras no acaban cuando dice Wikipedia», sino cuando todo vuelve a la normalidad, y, allí, nada volvió a ser como antes. «Han pasado 25 años y las consecuenc­ias siguen. Te encuentras situacione­s, lugares, recuerdos y vicios vinculados a la mala salida del conflicto. Se puso paz, pero hay muchas dudas sobre la estabilimu­y dad de la zona», continúa aquel «señor con chaleco».

La de Saban es solo una de las decenas de historias que se recogen en «Gervasio Sánchez. Álbum de posguerra», el documental que acaba de estrenar Movistar + y en el que el fotorrepor­tero regresa a Sarajevo para reencontra­rse con los niños que fotografió en los 90 y ha acompañado en su camino hasta la actualidad.

Sánchez no llegó a los Balcanes siendo un novato. Venía curtido de su paso por Centroamér­ica durante los 80, aunque asegura que nada le marcó más que esta guerra «en la que muchos nos hicimos un nombre en la industria». «Pensaba que lo había visto todo: gente que se mata, desaparici­ones, ejecucione­s, bombardeos..., pero no». El Interrail que hizo por Yugoslavia en 1981 le había creado unos vínculos especiales con la tierra del entonces recién fallecido líder de Yugoslavia, Tito. «La gente era simpática, escuchaban los mismos grupos de música que yo. En rock eran los mejores después de los británicos. Eran tíos y tías altísimos, nos ganaban a todo... Y diez años después todo se va a la mierda. Se acercaban mucho a nuestra cultura. Ellos salían de Tito, nosotros de Franco, teníamos un viaje conjunto hacia el capitalism­o».

Por todo ello, Sánchez se metió hasta el tuétano de un conflicto que le recordaba a ese que había visto en las fotos de niños de Agustí Centelles durante la Guerra Civil española. Los benjamines fueron el punto que más interesó al fotorrepor­tero porque «su visión es mucho más sensible, fresca e impactante. Son como una esponja». Algo que también pudo comprobar en Sierra Leona años después: «Allí, mientras los mayores buscaban excusas para justificar la brutalidad, ellos te explicaban por qué dispararon a su padre: “Porque si no lo hacía primero me matarían a mí y luego a él”. Cuentan las cosas con una gran desnudez».

Buscando respuestas

Son estos testimonio­s los que llevaron a Sánchez a «dejar de fotografia­r la muerte». Consideró que ese «era el menor problema de una guerra». Le importaba la vida, la gente que seguía adelante. Los que completan su propia biografía repleta de «retazos de otros». Por eso explica el fotógrafo que no quiere irse nunca de los sitios. Al menos, hasta que tenga contestaci­ón a sus preguntas: «¿Por qué esta gente se queda sin presente por la guerra?», se cuestiona. Es esa necesidad de respuestas la que le hace volver una y otra vez a Sarajevo. «He estado ay años en los que he estado tres veces».

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GERVASIO SÁNCHEZ Selma y Alma son dos hermanas que Gervasio Sánchez inmortaliz­ó en 1993

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