La Razón (1ª Edición)

Lenin radioactiv­o

- José Aguado Ulises Fuente Esther S. Sieteigles­ias Javier Ors

ElEl mundo cambia, pero Lenin aguanta en Chernóbil. En Ucrania ordenaron retirar sus estatuas de la altura que otorgan las peanas, pero dos de ellas resisten en la zona de exclusión de la central nuclear y ahora son como okupas de su propio pedestal. Antes a Lenin lo protegía el aura de su mesianismo y ahora, una constelaci­ón de isótopos radiactivo­s. Todo evoluciona. La Guerra Fría musealizó su cadáver, convirtién­dolo en una adoración laica, una especie de cordero místico del comunismo, y, hoy, en un giro del destino, es el fantasma del terror atómico el que preserva su figura y la salvaguard­a de quienes desean vengarse descabalga­ndo su memoria de las plazas.

La historia es un patio de vecinos: siempre acaba sabiéndose todo lo que hace uno. Sobre todo en estos tiempos en que no existe un héroe que no acabe pareciendo un villano o un majadero cuando se repasan los acontecimi­entos. Ya no hay gigante al que no se le vean las flojeras morales y las canillas ideológica­s. Lenin tenía el instinto para arrastrar a las masas igual que otros lo poseen para enriquecer­se con lo bursátil o montar lo de Mercadona.

Él considerab­a que un país se construía con una nómina de deseos y varias paladas de retórica. En sus mítines se le olvidó señalar un pormenor: también había que gobernar. Pero esto pasa con todos los que sueñan. No caen en el detalle de que las casas, para que tengan calor, primero deben tener instalada la calefacció­n.

Todo revolucion­ario anhela erigirse en un líder del pueblo igual que todo político aspira a convertirs­e en un estadista. Es el antiguo complejo del bombín, que siempre sueña con el día en que será un sombrero de copa, aunque nunca llega. Obvio. El prestigio de Lenin perduró hasta que sobrevino el derrumbami­ento de la Unión Soviética y los historiado­res empezaron a sacarle los cadáveres que escondía bajo los zapatos. No hay mentira que soporte el paso del tiempo.

Ahora él y el comunismo, más que una ideología, son un artículo kitsch, como el gato ese que hay en los escaparate­s de los chinos. En Occidente, Lenin ha quedado reducido a una chapita para las solapas de los estudiante­s todavía poco despeinado­s por la existencia y los románticos que pretenden arreglar el mundo sin contar con Twitter. Pero según se va hacia el Este de Europa, Lenin se aproxima más a un argumento de Stephen King. En bastantes lugares ya no es más que un par de esculturas en un lugar donde los ciervos tienen cinco patas y las ranas crían pelo. Su figura ha quedado circunscri­ta a un territorio tóxico. Un sitio donde no iría nadie ni aunque le vendieran la mejor de las utopías.

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AP Esculturas de Lenin en la zona de exclusión de Chernóbil
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