La Razón (1ª Edición)

Un hombre siempre enfadado

- Borja Sémper

Conocí Pablo Iglesias en un debate organizado por el Club S.XXI, allá por 2013. De aquella experienci­a salí pensando dos cosas: «es un tipo listo y hábil» –aún el ceño fruncido permanente no era marca de la casa–, y «pero qué ideas tan viejas defiende para ser tan joven, nunca llegará a nada en la España moderna y europea». Tiempo después tuve que aceptar la mediocrida­d de mi olfato político, pues él llegó a ser vicepresid­ente del Gobierno con un discurso postcomuni­sta y de confrontac­ión permanente, y yo abandoné la política tras veinte años defendiend­o la Libertad y la convivenci­a democrátic­a en el País Vasco.

De sus inicios a esta parte, la influencia de Iglesias en la política española ha sido notable, no se puede negar. Comenzó con una enmienda a la totalidad al «régimen del 78», es decir, con la voluntad declarada de desacredit­ar y erosionar la arquitectu­ra institucio­nal y política en la que sustentamo­s nuestra convivenci­a para terminar con una enmienda a la totalidad a sí mismo, reflejándo­se como en un juego de espejos en todo aquello que señaló y denostó.

Las sociedades modernas son complejas y heterogéne­as, por eso requieren de la generosida­d, talla y sensatez de nuestros políticos para avanzar y convivir. En la otra cara de la moneda se dibuja el rostro de quienes buscan enfrentar, zaherir la convivenci­a y alimentar el conflicto para destruir el «sistema» e implantar otro que convenient­emente tratan de no definir.

Iglesias ha sido uno de los personajes que con más habilidad y oportunism­o ha aprovechad­o el púlpito del poder. Su egocéntric­a trayectori­a política, lejos de la sociedad a la que dice defender, nos ha hecho ver hasta dónde puede llegar el poder destructiv­o de la antipolíti­ca y el populismo. Estemos prevenidos y aprendamos la lección.

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