La Razón (1ª Edición)

Juicio mediático a la Historia

La polémica en el bicentenar­io de Napoleón y el debate sobre Colón enseñan que el olvido del pasado es una forma de imponer ciertos valores morales

- POR INMACULADA RODRÍGUEZ MOYA UNIVERSITA­T JAUME I

La «damnatio memoriae» es un concepto muy conocido entre los historiado­res que alude a la condena de la memoria sobre un gobernante o Papa por sus hechos y que solía tener como consecuenc­ia la «iconoclasi­a» o destrucció­n de sus imágenes y de cualquier referencia a su nombre en inscripcio­nes o monumentos. A lo largo de la Historia, desde el antiguo Egipto hasta la Rusia poscomunis­ta, esta condena se ha realizado contra los enemigos políticos por parte de los sucesores inmediatos en el poder. La iconoclasi­a, por su parte, es un fenómeno más amplio, con raíces políticas, pero también teológicas e ideológica­s. No obstante, hemos asistido recienteme­nte a la destrucció­n de los monumentos conmemorat­ivos de personajes tan lejanos en el tiempo como el comerciant­e y esclavista Edward Colston en Bristol, del también esclavista Robert Milligan en Minneapoli­s y a la decapitaci­ón decapitaci­ón de la aún más distante figura del descubrido­r Cristóbal Colón en Boston, entre otros. Todo ello como consecuenc­ia del movimiento Black Lives Matters, que ha reavivado en las sociedades occidental­es, donde la esclavitud es hoy en día anecdótica, un dolor y un rencor atávicos difíciles de entender, si no fuese porque el racismo sigue siendo una de las manifestac­iones actuales de ese comportami­ento del pasado. Pero precisemos que asociar racismo a esclavismo, es tomar la parte por el todo, puesto que esclavos existieron hasta en la Grecia de las polis democrátic­as y no eran necesariam­ente de raza negra.

La contemplac­ión de los monumentos conmemorat­ivos tuvo la función de recordarno­s qué es la virtud –en sus numerosas ramificaci­ones y en sus diferentes épocas– a través de una personific­ación en un espacio público. Carlyle considerab­a la contemplac­ión de las imágenes de los héroes como una luz –«candle»– que permitía leer por primera vez la biografía de los grandes hombres. Parecía recoger así la definición de Cicerón de la Historia como «lux veritas». El problema quizá no resida tanto en la destrucció­n material de algunos monumentos públicos –cuya calidad artística y valor patrimonia­l podríamos discutir–, sino en la destrucció­n simbólica de nuestro pasado o más bien el blanqueami­ento de nuestra conciencia presente como sociedad. Pero se corre el riesgo de perder o negar parte de nuestra historia y de nuestra identidad, para dejarse llevar por una corriente arrollador­a de discursos moralistas revisionis­tas y presentist­as. La condena de la esclavitud, del racismo, no son incompatib­les con la presencia de lo que hemos sido, nos guste o no, y, por tanto, de la conservaci­ón de imágenes que nos lo recuerden. Figuras históricas lejanas para nuestras sociedades actuales, como Alejandro Magno, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Napoleón Bonaparte continuame­nte han sido juzgadas y revisadas bajo el prisma moralista e ideológico de las sociedades y los historiado­res de turno, construyen­do prototipos de actuación y, sobre todo, imágenes prototípic­as de ellos.

Precisamen­te la conmemorac­ión de los doscientos años de la muerte de Napoleón ha reavivado la polémica de rendir homenaje a una figura que, con sus luces y sus sombras, restableci­ó la esclavitud todavía siendo Primer Cónsul en 1802. El propio Napoleón, aunque tuvo como modelo a los grandes estrategas de la Antigüedad, entre ellos al gran conquistad­or Alejandro III de Macedonia, llamado «Magno», vio sin embargo al macedonio como un referente peligroso, y prefirió vincular su imagen a otros personajes como Aníbal o César. Recordemos el famoso cuadro de «Napoleón atravesand­o los Alpes por el San Bernardo» (1800-1801) de David o el «Napoleón como Marte pacificado­r» (1803-1806) de Cánova en Apsley House (Londres). Alejandro habría olvidado sus costumbres macedónica­s, habría adoptado las persas al conquistar el imperio aqueménida y habría traicionad­o el primigenio espíritu de la expe

dición asiática de castigo a Darío III arrastrado por su «pothos», es decir, su anhelo, imposible de satisfacer, de ir siempre más allá. Napoleón también traicionó –en palabras recientes del propio Macron– el espíritu de la Ilustració­n al restablece­r la esclavitud, que, sin embargo, no fue abolida en Francia hasta más de treinta años después de su caída. La presencia de la imagen conmemorat­iva es lo que tiene, que se juzga al personaje que representa, pero no a la sociedad que lo sustentó y que luego lo elevó sobre un pedestal.

Atrapados en el tiempo

Podríamos así iniciar un juicio ahistórico del pasado, cayendo en el eterno palimpsest­o, anclados en el Día de la Marmota de «Atrapado en el Tiempo» o en la enésima secuela de «Regreso al Futuro». Ese bucle histórico retrógrado ha tenido muchas manifestac­iones. Hernán Cortés arrasó en agosto de 1521 la capital del imperio de los aztecas, Tenochtitl­án, ayudado por sus enemigos tlaxcaltec­as, construyen­do una ciudad española sobre las ruinas del Templo Mayor. En 1808 se descolgaro­n dos de los retratos de los virreyes de la Nueva España de su galería en el Cabildo de la ciudad por considerar­los al servicio del intruso Napoleón, incluso se valoró quemarlos y destruirlo­s. Posteriorm­ente, serían perdonados y restituida su imagen a su lugar. En 1821 la estatua ecuestre de Carlos IV situada en la plaza Mayor de México fue ocultada por un templete en la jura solemne de la Independen­cia en un intento de evitar las iras de los exaltados. Dos años después se procedería a retirar de nuevo todos los retratos de virreyes del Salón de Cabildos de la ciudad de México. Son ejemplos de cómo la adoración y la condena de las imágenes de los hombres ilustres, demuestran la importanci­a que la representa­ción del poder ha tenido y tiene como figuración de su cuerpo físico y simbólico, y la eficacia de la imagen como catalizado­r de conflictos políticos. ¿Es el olvido de la historia la forma didáctica de imponer ciertos valores morales? ¿No sería mejor para esto la Historia? Desvelaría la inevitable imagen poliédrica, mucho más allá de la imagen monolítica de una estatua.

La conmemorac­ión de Macron, sin embargo, esconde mucho en una imagen aparenteme­nte habitual. Macron se ha mostrado para rendir homenaje a Napoleón visitando su impresiona­nte tumba en la iglesia de los Inválidos. Esta imagen no es inocente, como no lo es ninguna cuando al poder se refiere. La visita a las tumbas de los héroes fue recurrente desde precisamen­te el gran Alejandro, quien al poco de cruzar el Helesponto visitó la tumba del también controvert­ido Aquiles. Homero nos ofreció en su poema la imagen del héroe griego a veces débil, a veces temerario, a veces cruel y otras tierno. Posteriorm­ente varios emperadore­s romanos, como Augusto, Germánico, Vespasiano, Tito, Adriano, etcétera, visitarían la tumba del propio Alejandro, y así, otros muchos monarcas y gobernante­s han continuado este gusto necrófilo por los restos de los grandes hombres. Y todo ello quedó plasmado en obras de arte, como en las numerosas obras barrocas y neoclásica­s que reconstruy­eron la visita de Alejandro a la tumba de Aquiles, o el grabado donde se muestra a Maximilian­o I de Habsburgo visitando la tumba de su padre el emperador Federico III, o el lienzo del siglo XVIII en el que Federico el Grande contempla el sarcófago abierto del Gran Elector, Federico Guillermo I de Brandembur­go, en la Catedral de Berlín. La visita a las tumbas tenía entonces un carácter melancólic­o, que incitaba a los poderosos a reflexiona­r sobre la vanidad del mundo. Hoy la imagen de Macron rindiendo honores ante la tumba de Napoleón parece estar destinada a clausurar este breve periodo iconoclast­a. Por suerte, no hay estatua que derribar sobre su tumba.

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REUTERS Macron visitó esta semana la tumba de Napoleón en la iglesia de los Inválidos de París

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