La Razón (1ª Edición)

Alegato contra la maldad

- Arturo REVERTER

«La obra es un magnífico alegato contra la tortura»

«Mirga Grazinytè-Tyla ató bien los machos a una orquesta rotunda»

TEATRO REAL

Obra: «La pasajera», de Weinberg, Dir. musical: Mirga Grazinytè-Tyla. Dir. de escena: David Pountney. Orquesta y Coro del Teatro Real. 1-III-2024.

Compleja, cambiante de épocas, de escenarios y de atmósferas, esta ópera del polaco Mieczyslaw Weinberg, sobre libreto de Alexander Medvedev basado en la novela de Zofia Posmysz, es un magnífico alegato contra la tortura, mental y física, la opresión y la maldad humana. Puestas de relieve con tal fuerza e intensidad que Shostakovi­ch, amigo y protector de Weinberg, encontraba en ella «tanta belleza como grandeza».

La narración describe el reencuentr­o en un viaje trasatlánt­ico trasatlánt­ico de Marta, una prisionera judía en Auschwitz, y Lisa, supervisor­a de las SS. Los amargos recuerdos no se hacen esperar, lo que provoca numerosas numerosas vueltas atrás. La escritura de Weinberg es tan tersa como intensa, vitalista y llena de lírica introspecc­ión. El lenguaje es tonal, aunque no desconoce el dodecafoni­smo, definido como caleidoscó­pico por Juan Lucas. En los coloristas, variados y sorprenden­tes pentagrama­s se localizan abundantes parentesco­s parentesco­s con Britten, Janácek, Berg y, naturalmen­te, Shostakovi­ch., incluso con citas literales de sus músicas. De este último su más conocido vals (tema casi idéntico de antigua canción española «Yo te diré»). Del inglés, uno de sus Interludio­s marinos.

La música es de una alternanci­a, alternanci­a, de una iridiscenc­ia inauditas y va del clamor y del grito horrísono –y las secuencias de los barracones dan lugar a ello- a la íntima confesión, de un lirismo intenso, incluso con acompañami­entos camerístic­os. A veces solamente se escucha un instrument­o. Instantes delicados y de elevada poesía. Es cierto que en ocasiones hay secuencias en exceso morosas y alargadas, en las que las prisionera­s descargan sus recuerdos y nostalgias, lo que hacer que la narración pierda gas. Puede hablarse por ello de ondulacion­es o, si se prefiere, descansos, quizá lógicos, en una acción tan contrastad­a. Pero la paleta tímbrica de Weinberg es asombrosa y nos sorprende de continuo. Plasma las situacione­s con endiablada fantasía, a veces con un solo golpe instrument­al, a lo largo de una línea de canto también muy cambiante en la que se dan cita el soliloquio, la invectiva, la melodía más simple, la evocación poética. Que proporcion­an un cúmulo de sensacione­s, siempre impulsadas impulsadas por una instrument­ación llena de fantasía.

La acción tiene por todo ello numerosos meandros, no es por completo lineal, y deja algunos puntos oscuros, dando paso a situacione­s en las que lo metafórico metafórico ocupa su lugar, como en el canto final de Marta -la antigua prisionera (la fantasmal pasajera)pasajera)- con su mensaje bienhechor y el deseo de que todos aquellos que hayan sufrido no caigan en el olvido. Es cierto que con todo ello hay pasajes en la acción que quedan en suspenso. Por ejemplo, ¿qué ocurre cuando por fin Marta y Lisa se encuentran frente a frente en el trasatlánt­ico?

Durante toda la narración, en momentos estratégic­os, hay un coro masculino intemporal, con traje de calle y un libro rojo en las manos, presencian­do y a veces comentando los acontecimi­entos, acontecimi­entos, a la manera de un coro griego. La formidable escenograf­ía escenograf­ía es realista, de una veracidad espeluznan­te. Se ven incluso los hornos crematorio­s y las miserables camas de las prisionera­s. prisionera­s. En las alturas las elegantes estructura­s del navío. Un sistema de plataforma­s corredizas da vida a los espacios. Todo organizado y movido magistralm­ente magistralm­ente por David Pountney, que ha recreado de nuevo su producción estrenada en Bregenz en 2010 y que se ha rodeado de un magnífico equipo de colaborado­res. Citaríamos sobre todo a Fabrice Kebour, responsabl­e de la iluminació­n, fundamenta­l en este caso.

Queda por hablar de la interpreta­ción. Parabienes para la menuda, casi diminuta, directora musical, la joven lituana Mirga Grazinytè-Tyla, que ató bien los machos a una orquesta puntual y rotunda, delicada cuando venía a cuento. Hubo temperatur­a e intensidad. El poblado reparto cumplió a satisfacci­ón, aparenteme­nte aparenteme­nte sin un solo fallo. Las dos protagonis­tas estuvieron a la altura: Armanda Majeski, soprano lírica bien timbrada, encarnó a una Marta cuajada de matices, con un final bellamente esculpido. Daveda Karanas, mezzo lírica, de vibrato a veces excesivo, supo marcar las numerosas alternanci­as de la antigua carcelera de Auschwitz.

Deberíamos mencionar y comentar las actuacione­s de todos los demás intérprete­s, pero no tenemos espacio para más. Diremos únicamente que el tenor Nikolai Schukoff volvió a demostrar demostrar su seguridad arriba, en este caso como marido de Lisa. A comentar lo extraño que resulta traer a un violinista foráneo, el holandés Stephen Waarts, para tocar unos compases de la «Chacona» de la «Partita nº 2» de Bach en el concierto organizado en los barracones. En la Sinfónica de Madrid hay solistas muy capaces de hacer lo mismo. Coro, como casi siempre, en su punto, maleable y afinado, Buen programa de mano, con excelentes excelentes notas de Pountney, Liberman y Matabosch. Eso sí: sin el libreto; lo que es habitual en estos tiempos.

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JAVIER DEL REAL «La pasajera», de Mieczysław Weinberg, podrá disfrutars­e en el Teatro Real hasta el próximo 24 de marzo

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