La Razón (1ª Edición)

El «networking» de Lenin y Mussolini

Ambos dirigentes se conocieron en la biblioteca de Ginebra, días antes de celebrarse el aniversari­o de la Comuna de París, ejemplo proletario de revolución contra la dictadura

- Jorge Vilches.

Coincidier­onCoincidi­eron en la biblioteca de Ginebra. Uno, Benito, andaba por la sala con la barbilla erguida, apuntando a burgueses y de más ralea, a gente molesta que sin entender el marxismo ocupaba un pu-pitre. pu-pitre. Otro, Vladimiro, estaba orgulloso de la perilla que se había dejado para compensar la calvicie. El ruso buscaba lo último de Plejánov, un filósofo marxis-ta marxis-ta al que admiraba. El italia-no italia-no exhibía bajo el brazo «El capital», de Marx. Eran los primeros días de marzo de 1904. La ciudad estaba llena de revolucion­arios, pero no para montar una gorda en Suiza, no, sino en sus respec-tivos respec-tivos países. Mencheviqu­es y anarquista­s estaban en la Rue Caroline, a las afueras. Los bolcheviqu­es, siempre más adictos al lujo, en la adi-nerada adi-nerada calle Carouge.

La sala de lectura de la bi-blioteca bi-blioteca estaba llena de pro-fetas pro-fetas del socialismo, de por-tavoces por-tavoces de la clase obrera que nunca habían trabajado. No se oía una palabra. El silencio lo rompía algún carraspeo, quizá para tragar ideas revi-sionistas, revi-sionistas, y una tos seca inter-mitente inter-mitente y molesta. Los dedos suaves, como de niño, de los que iban a sublevar al prole-tariado prole-tariado pasaban las hojas de los libros. «Perdone –susurró Vladimiro, luego conocido como Lenin–, ¿está libre este sitio?», dijo señalando una silla de madera. Por la venta-na venta-na entraba un azul espeso, moteado de nubes que se cruzaban con columnas de humo. Apenas un poco de sol aparecía en una esqui-na, esqui-na, despidiénd­ose después de un día de trabajo.

«Por supuesto, camarada», contestó Benito, por más señas, Mussolini. El italiano cerró un poco las piernas para dejar que Lenin tomara asiento. El ruso agrade-ció agrade-ció con un movimiento de cabeza, colocó en la mesa un libro y un cuaderno, y reposó su cuerpo en la silla. «¿Qué estás leyendo?», preguntó el anfitrión. «Uno de Plejánov contra el anarquismo», dijo el ruso sin levan-tar levan-tar la mirada. «¿No serás uno de esos aburguesad­os revisionis­tas que creen en la evolución gradual de la democracia hacia el socialismo?», dijo el todavía mar-xista mar-xista Benito. «¡Quia –o como se diga en ruso–, cama-rada. cama-rada. El cielo se conquista al asalto!», dijo con voz muy baja el futuro dictador de todos los rusos. «El proletaria­do proletaria­do sin guía es como un rebaño. Come hierba, engorda, engorda, lo esquilan y cuando llega la hora lo sacrifican para que se lo coma el burgués», apuntó Mussolini subiendo la voz.

Olor a revolución

La biblioteca­ria se acercó. Las flores de su vestido hubieran adornado las lápidas de miles de víctimas del socialismo real. Parecía que levitaba. Había desarrolla­do desarrolla­do la extraña habilidad de avanzar sin tocar el suelo para no hacer ruido. Llevaba en la mano un ejemplar de « El Napoleón de Notting Hill», de Chesterton, Chesterton, recién salido de imprenta. Sí, ya saben, la historia de un loco con poder. La señora chistó y los dos revolucion­arios obedeciero­n. La tarde transcurri­ó transcurri­ó sin más. Los dos hombres se levantaron cuando el reloj marcó las 20 horas. Se estrecharo­n las manos como quien asegura el nudo de una soga.

Unos días después, el 18 de marzo de 1904, la Brasserie Brasserie Handwerk, en Ginebra, estaba de celebració­n. No cabía un rojo más. Era el aniversari­o de la Comuna de París, la de 1871. Era un ejemplo para los que querían querían conquistar el poder y montar una dictadura con una convenient­e guerra civil para liquidar a los enemigos de clase. Fueron solo 71 días, pero qué días. Venga matar gente, quemar edificios e iglesias, y levantar los adoquines adoquines para las barricadas. Cuántas canciones llenas de emoción y esperanza se entonaron entonaron mientras se hacía justicia proletaria. Desmontar Desmontar el París de Napoleón III fue divertido y justo. El emperador emperador había derribado los barrios obreros de la ciudad para construir grandes avenidas, avenidas, colocar monumentos, cercar jardines y edificar casas casas burguesas, todas iguales, siguiendo las ideas de Haussmann. Haussmann.

Ese día, el de la conmemorac­ión conmemorac­ión en la Brasserie Handwerk, Handwerk, los revolucion­arios bebieron y volvieron a beber mientras oían discursos tan emotivos como violentos. Algunos hablaban desde lo alto de una silla, otros aplaudían aplaudían desde la barra. Mientras, fuera del local, se agolpaban hombres con gorras y banderas, banderas, inquietos, empujándos­e, deseando entrar en el local para confratern­izar con otros camaradas. En el menú no había ensalada Garibaldi, ni enchiladas Viva Zapata. Tampoco servían cócteles Pasionaria ni Durruti Dry Martini. Nadie conocía allí a Pablo Iglesias. El otro. El fundador del PSOE.

Benito, el socialista, miraba el espectácul­o desde el centro de la Brasserie. Cómo le gustaba el olor a revolución revolución por las mañanas. Bueno, también por las tardes y por la noche. « La violencia es política», se repetía siempre. De pronto su espalda chocó con algo. Se volvió y allí estaba el ruso de la biblioteca. Los dos levantaron el puño, pero no para pegarse. Era el saludo saludo rojo. Se dieron media vuelta y siguieron con su networking.

(Los datos están tomados de « Mussolini contra Lenin», del historiado­r Emilio Gentile).

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Vladimir Lenin, revolucion­ario ruso
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El fascista italiano Benito Mussolini

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