La Razón (Andalucía)

Zona catastrófi­ca

- Jaime Castilla Llorente

Madrid, como otras partes de España, sigue cubierta de nieve y hielo a pesar de los esfuerzos de los servicios de limpieza y emergencia. Y también de los de los ciudadanos anónimos que limpian hasta la carga de los camiones varados y de Pablo Casado. La nieve sólo resulta entretenid­a un día, advertía el sabio Carrascal después de la gran nevada, y gran parte de la vieja Hispania lo puede comprobar una semana después. Aunque este gobierno, y casi todos ya sean nacionales o autonómico­s, aprovechen cada crisis para hacer política en vez de hacer estado y su narcisismo les haga pensar que ganan, lo cierto es que a cada situación que supone una oportunida­d para demostrar cordura lo que hacen es ponerse un gorro de papel y soplar por un embudo. Sin embargo ya se sabe que los gobernante­s siempre son el reflejo de los gobernados. Si ahora Marlaska se resiste a dejar que Madrid se beneficie de ser declarada zona catastrófi­ca es porque sabe que, como él, hay muchos votantes que desean ver comercios quebrados, calles vacías y largas colas del paro en la capital. Aunque en sus perfiles de las redes se solidarice­n fervorosam­ente con la gente de Vallecas o la que vive en chabolas con coches de lujo aparcados en la puerta. Y no entran aquí solamente los carcas odios provincian­os o las txapelas y barretinas caladas hasta la anoxia; aquí lo que cuenta es el color del partido del que gobierna, ya sea para escabullir­se del calambrazo de la factura de la luz que para realizar devolucion­es devolucion­es en caliente, jugar al gua con la monarquía o dirigir la lucha contra la peor pandemia de los últimos cien años desde mítines en pueblos del Vallés Oriental, regados con el maná de la pandemia por su paisano y ministro candidato. El peso de esta quimuqsuq o ventisca en lengua inuit –que, por cierto, no tiene cuarenta palabras para referirse a la nieveno nieveno es nada comparado con la pesada carga de la militancia que hace tiempo que se ha congelado entre nosotros y que quiebra las ramas del árbol de la sociedad, como el respeto a uno mismo, la congruenci­a o la solidarida­d, y bloquea las carreteras que debían llevar hacia los consensos y el progreso. Encima es todo por impulso de nosotros mismos que nos enfadamos más que nuestros políticos. Así ellos pueden ver series y escribir en redes sociales desde el sofá de su casa, ¿ha habido alguna vez un vicepresid­ente o unos ministros con una agenda semanal de un solo día?, mientras disfrutan de la idílica caída de los copos más allá del ventanal de su chalé en la sierra, sublime expresión del pijerío madrileño de toda la vida. Creer que con este torbellino que tenemos encima algún partido va a pensar en el beneficio general, y no en el suyo y en el de los suyos, resulta hoy casi tan iluso como pensarlo del gobierno central, un esqueje injertado con dos partidos y polinizado por una decena de ellos. Menos mal que, como el Pardao de la canción de «Los Suaves», hay gente real, que nadie sabe cómo pasa su vida pero aunque llueva, o en este caso nieve, ellos cantan en la plaza.

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