La Razón (Andalucía)

El exclusivo cuartel para la resurrecci­ón política de Trump

La retirada del ex presidente a su lujosa residencia de Mar-a-Lago no ha sido bien vista por algunos de sus distinguid­os vecinos

- CARLOS VÁZQUEZ

Un paraíso blindado. En eso se ha convertido Mar-a-Lago, el exclusivo club apodado como la «Casa Blanca de invierno» al que el ex presidente Donald Trump ha decidido retirarse tras el accidentad­o final de su mandato presidenci­al. Su estampa es una de las pocas visibles a la distancia en la elitista ciudad de Palm Beach, un enclave en la costa de Florida al que la mayoría de sus acaudalado­s vecinos se protegen de las miradas indiscreta­s tras tupidas redes de maleza o gruesos muros. El vergel señorial de Mar-a-Lago sí se ve, pero no se toca. La carretera que conduce hacia ella está cortada por agentes de la oficina del sheriff del condado. Para que a uno le franqueen el paso hay que ser miembro del club, lo que cuesta unos 14.000 dólares al año más 200.000 de cuota inicial de ingreso. Eso, o apellidars­e Trump.

Si sus escapadas a este su lugar favorito en el mundo fueron frecuentes en sus cuatro años en la Casa Blanca, el ex presidente ha decidido ahora instalar aquí su hogar y el cuartel general desde el que planear su resurrecci­ón política, que afrontará un primer reto en pocos días con el «impeachmen­t» contra él que los demócratas impulsan en el Congreso por su papel en el asalto al Capitolio. Capitolio. Como todo lo que rodea al personaje, la mudanza está envuelta en la polémica.

El pasado 15 de diciembre, el abogado de una familia de vecinos de Trump envió una carta al Ayuntamien­to y al Servicio Secreto, encargado de proteger al ex presidente, recordando que Trump se comprometi­ó en 1993 con el ayuntamien­to a que Mara-Lago mantendría su condición de club social y no la convertirí­a en su residencia permanente. «Palm Beach tiene muchas propiedade­s encantador­as en venta y tenemos confianza en que el presidente Trump encontrará una que se adapte a sus necesidade­s», decía la misiva.

Y las autoridade­s municipale­s indican que han recibido más peticiones similares. Muchos de los 11.000 habitantes de Palm Beach, una de las ciudades con mayor renta y mayor proporción de raza blanca del país, no quieren seguir conviviend­o con el batallón de policías y periodista­s que siguen a Trump.

Pero, igual que no quiso irse de la Casa Blanca, Trump no quiere irse de Mar-a-Lago. Su organizaci­ón niega que ningún acuerdo le impida vivir allí y es público que sigue enamorado de sus siete hectáreas de lujo, naturaleza y golf, agraciadas además con el benigno clima que disfruta Florida en invierno.

En realidad, la historia de Mara-Lago empieza mucho antes de

Donald Trump. La empresaria Marjorie Merryweath­er Post la mandó construir en estilo neocolonia­l español en 1924 y a su muerte en 1973 se la cedió al patrimonio público con la intención de que los presidente­s la utilizaran como lugar de retiro invernal. Pero ninguno de los predecesor­es de Trump en la Casa Blanca quiso utilizarla y este acabó comprándol­a en 1985 por la nada módica cantidad de 10 millones de dólares.

En 1993, cuando sus negocios pasaban un bache y el mantenimie­nto de la finca se le hacía

LA OFICINA DEL PRESIDENTE 45º

demasiado costoso, Trump firmó un acuerdo con el Ayuntamien­to por el que se comprometí­a a convertir Mar-a-Lago en un club social.

Desde entonces, por esta mansión de 126 habitacion­es han pasado ricos de todo pelaje que vieron cómo el propietari­o del club acababa desafiando al poder establecid­o hasta convertirs­e en el presidente más extravagan­te de la historia de Estados Unidos.

En los últimos años la actividad fue frenética allí, y los residentes se habituaron a que el Marine One, el helicópter­o presidenci­al, espantara a los pajarillos del jardín al aterrizar cada vez que Trump encontraba tiempo para escaparse de Washington, lo que sucedió bastante a menudo.

También, a que Mar-a-Lago se convirtier­a en el escenario de vivisitado sitas de Estado, como la del presidente chino Xi Jinping en 2017.

Para quienes buscaban medrar a la sombra de Trump quizá mereció la pena pagar el peaje, pero ahora que su estrella parece declinar se abren paso los que sueñan con recuperar la tranquilid­ad perdida.

Pese a todo, nada hace pensar que el ex presidente esté por la labor de alejarse de su propiedad más preciada, que se ha convertido además en un símbolo de su vínculo con el Estado de Florida, uno de los que no le abandonaro­n en las últimas presidenci­ales.

Trump ha instalado allí la «Oficina del 45º presidente de Estados Unidos», el ente que ha inventado para mantener con vida su cruzada para «salvar a América».

Los rumores apuntan a que, como a lo largo de toda su vida, su familia le acompañará en la aventura postpresid­encial. De su hija Ivanka Trump dicen los medios estadounid­enses que también se ha mudado al sur con la intención de disputarle a Marco Rubio su escaño de senador por Florida en las legislativ­as que se celebrarán dentro de dos años.

Los últimos acontecimi­entos en el Congreso, donde los republican­os se muestran cada vez más abiertamen­te en contra del «impeachmen­t», ponen de manifiesto que Trump conserva aún un papel dominante en el partido conservado­r. Esta misma semana, el líder de la minoría republican­a de la Cámara de Representa­ntes, Kevin McCarthy, ha a Trump para estudiar cómo el partido puede lograr la mayoría en los comicios legislativ­os de 2022. Curiosamen­te, hace dos semanas McCarthy señaló como responsabl­e a Trump por el asalto al Capitolio que acabó con cinco muertos. «El presidente Trump se comprometi­ó a ayudar a elegir a los republican­os en la Cámara y el Senado en 2022», manifestó el republican­o tras abandonar uno de los salones de la exclusiva «oficina».

Las desercione­s parecen ser más por ahora en Mar-a-Lago. El periodista Lawrence Leamer, autor de un libro sobre el «palacio presidenci­al de Trump», admitió en la NBC que varios de los socios han empezado a darse de baja desde su salida de la Casa Blanca. Y remató: «Es un lugar triste… ya no es lo que era».

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Vista aérea de Mar-a-Lago, de estilo neocolonia­l español y construida en 1924
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EFE Simpatizan­tes de Donald Trump fueron a darle la bienvenida a su llegada a Mar-aLago

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