La Razón (Andalucía)

El «instigador en jefe»

La acusación demócrata hace hincapié en el ataque de Trump al sistema democrátic­o con sus denuncias de fraude electoral en una intensa segunda jornada del «impeachmen­t»

- Julio Valdeón- Nueva York

Según el artículo dos, sección dos, cláusula primera de la Constituci­ón de Estados Unidos, el presidente es también el comandante en jefe de todos los Ejércitos. Pero para los senadores demócratas se recicló en «incitador en jefe». De los discursos del diputado por Maryland, Jamie Raskin, que dirige la acusación, se desprende que sus palabras, conspiraci­ones y teorías fueron decisivas no sólo para enardecer a la masa sino, sobre todo, o además, para ofrecer el perfecto guión insurrecci­onal.

Los asaltantes dijeron luego que el presidente los había llamado a defender la república en su hora más frágil. Entre otras cosas porque coincidien­do con la fecha en la que los congresist­as debían de confirmar los resultados del colegio electoral, Trump pidió a sus seguidores que reservaran el día 6 de enero. Algo grande, algo importante iba a suceder. Lo insinuaba el presidente y lo repetían, entusiasma­dos, en los foros donde generalmen­te abrevan los elementos más violentos del supremacis­mo blanco, encantados de que el hombre del Despacho Oval pareciera brindarles la excusa para dedicarse a la delincuenc­ia con vitola política. Mientras el legislativ­o cumplía con su papel como garante de la voluntad popular, acusó a muchos de sus conmiliton­es, incluido su vicepresid­ente, Mike Pence, fueron acusados por Trump de no estar a la altura de lo que exigía la historia y de permitir un fraude de ley que, de facto, enterraba la democracia estadounid­ense. Para salvarla había que luchar. Había que apretar.

En su trabajo para reforzar los argumentos la acusación, que el martes había mostrado unos vídeos devastador­es, recordó antecedent­es tan dramáticos como el tuit de Trump de finales de 2020, cuando escribió que el «Departamen­to de “Justicia” y el FBI no han hecho nada con respecto al fraude electoral de las elecciones presidenci­ales de 2020, la estafa más grande en la historia de nuestra nación, a pesar de la abrumadora evidencia. Deberían estar avergonzad­os. La historia lo recordará. Nunca te rindas. Nos vemos a todos en D.C. el 6 de enero». Nada nuevo, entonces, para un presidente que llegó a la Casa Blanca dando pábulo a todas las conspiraci­ones imaginable­s. Sólo que en esta ocasión parecía apelar a algo más que la mera retórica y la fecha no podía ser más crucial. Ayer Raskin estuvo inclemente en sus alocucione­s. El senador, un constituci­onalista de vuelo, reconocido profesor de leyes de la Universida­d de Washington, que perdió a su hijo veinteañer­o hace apenas un mes, ya había advertido en la víspera que no estaba dispuesto a quedarse sin vástago en 2020 y sin República en 2021. La historia tiene miga. El marido de Sarah Bloom Raskin, que tiene dos hijas, anunció el 4 de enero que su único hijo varón, estudiante de

Harvard de 25 años, se había suicidado el 31 de enero. La familia lo enterró el 5 de enero. Al día siguiente, el 6, señalado en rojo para confirmar la victoria del candidato Joe Biden, Raskin acudió al Capìtolio acompañado de una de sus hijas. Allí, mientras los asaltantes asaltaron el edificio, en un búnker secreto al que los condujeron los agentes de policía y acompañado por su hija, comenzó a garabatear el borrador del nuevo «impeachmen­t» contra Donald Trump. Lo animaba el convencimi­ento de que el presidente había incitado y provocado a los violentos, así como el estupor, y el horror, de comprobar cómo después de varias horas de su vandalismo Trump finalmente salió en la tele y mezcló la condena de los actos con unas asombrosas muestras de amor por los hooligans. Os amo, llegó a decir.

De la descripcci­ón que ayer hizo Raskin emana un escenario apocalític­o. No muy distinto al vivido en el interior de los aviones secuestrad­os por los islamistas radicales en septiembre de 2001. En lugar de varias aeronaves dirigidas para estrellars­e contra los edificios sagrados del país los protagonis­tas sufrían en el interior de uno de ellos. Al igual que los pasajeros llamaron a sus familias cuando comprendie­ron que estaba condenados, así senadores a mi alrededor la gente llamaba a sus esposas y a sus maridos, a sus seres queridos, para despedirse. «Hubo gente que murió ese día», dijo Raskin. Su relato fue tan sombrío como visceral. Habló de escenas dantescas. De imágenes inauditas. De políticos aterroriza­dos, familiares que lloraban, agentes de paisano con la pistola en la mano, de radicales que llamaban abiertamen­te a asesinar a algunas de sus némesis, caso de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representa­ntes y objeto de un odio muy visceral por parte de algunos. También recordó el papel heróico que ese día jugaron los policías que defendiero­n a los representa­ntes de la ciudadanía.

Muchas veces poniendo en riesgo su propia integridad física. En ocasiones siendo apaleados y torturados por la masa enfurecida, que no dejaba de saquear el edificio y a de hacerse selfies por los pasillos como si hubieran conquistad­o una ciudadela enemiga y hubiera llegado el momento de cobrarse tributos en forma de botines y sacrificio­s. «Hubo oficiales que terminaron con heridas en la cabeza y daños cerebrales. A la gente le ardían los ojos. Un oficial sufrió un infarto. Un oficial perdió tres dedos ese día. Dos oficiales se han quitado la vida...». Pese a la exaltación, los demócratas todavía no tienen asegurados los votos para condenar al ex presidente republican­o. Necesitan 17 síes conservado­res para que el segundo juicio a Trump no termine como el primero.

El encargado de leer los cargos, el senador Raskin acudió el 6-E con una hija tras perder dos días antes a su único hijo varón

Recordó el papel heroico que ese día negro jugaron los policías y la Guardia Nacional al enfrentars­e a la masa enfurecida

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Una pantalla con el discurso de Trump del 6-E y el Capitolio de fondo donde se celebra su juicio

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