¿Existe Andalucía?
HuboHubo un tiempo en que sí existió, «para España y la humanidad», en aquellos épicos y vertiginosos años del tardofranquismo y primeros de la democracia en los que la poesía era suficiente porque el mensaje calaba sin la más mínima necesidad de prosa. Época de versos y balcones en flor en los que se fiaba nuestro entusiasta futuro a unos réditos que nunca llegaron y que con el tiempo fraguaron en oportunidades perdidas para todos y para siempre. A partir de ahí, lo que vino después fue una paulatina división de la autonomía, cuando no un decidido enfrentamiento interno, que casi ha terminado por anular la abrumadora fuerza de nuestra voz y que amplifica la devaluación sistemática de nuestro peso en el Estado.
Andalucía es hoy lo que con tanto esmero el socialismo ha construido a lo largo de estos años: una suma de sus partes, aisladas y anuladas entre sí, tan inútil como irrelevante a muchos efectos políticos y de desarrollo, y que a menudo ha servido de necesaria comparsa para justificar las actuaciones gubernamentales que nos eran perfectamente ajenas. Un mollete antequerano con un aceite de la Subbética incapaz de construir un simple desayuno si el coste del transportista no era asumido por el propio proveedor, por elevarlo al simbolismo de este 28F.
Y así nos ha ido. Con un panorama actual en el que los puertos andaluces andan a garrotazos por determinar dónde los barcos deben hacer escala, los centros tecnológicos no colaboran si no es por la migaja de las cuestiones subalternas, donde los aeropuertos se hacen la guerra de manera que al final los aviones terminan por aterrizar en el vecino Portugal, donde las infraestructuras no llegan más allá del apunte contable de los míseros euros que al ministro de turno le resulta gracioso incluir en la redacción de un proyecto nunca ejecutado, o donde el Corredor Mediterráneo, por referenciarlo en la actualidad, abruptamente se detiene en Cartagena
con la naturalidad que el centralismo decide que todo lo que quede más abajo es una simple charca de agua salada y tierra muerta sin la menor proyección de futuro. Y todo eso, sin que nadie alce la voz lo más mínimo o la polémica no se difumine en el detalle irrelevante y costumbrista de los desencuentros vecinales por ver quién debe componer una mesa que en nuestro nombre debería defender el proyecto compartido. Así es como hemos construido una economía tan dispar como distante, donde los flujos económicos de riqueza y actividad se detienen apenas un obstáculo orográfico se interpone en su camino.
Y para llegar a eso ha sido necesario el concurso de mucha gente. Prácticamente de todos. Porque han fallado y siguen fallando muchos estamentos y administraciones, desde los empresarios a los sindicatos, pasando por los partidos, los ayuntamientos, las diputaciones y hasta, y principalmente, la propia Junta de Andalucía que, con esta nueva Administración tiene ahora la oportunidad, de nuevo histórica, de revertir una situación que nos sitúe en el eje medular del discurso económico y político de España.
No es la cohesión lo que nos ha fallado, ni es la vertebración, como gusta llamarlo ahora. Es la incapacidad por articular un mensaje unívoco que defienda el bien común de todos los andaluces y tener además la voluntad de ejecutarlo. Lo demás es lamentarnos ahora por la leche derramada. Porque no está en juego un simple sentimiento, el de ser andaluz, sino la necesidad de ser útiles a nuestro país y ejercer de contrapeso en su delicado equilibrio territorial algo que, desde hace cuarenta años y hasta hoy, sólo puede hacer Andalucía. Tantas veces como no se entienda que el futuro de Andalucía determina al mismo tiempo el propio futuro de España, tantas veces como se reproducirán los intentos fallidos por vertebrar la nación a la que pretendemos servir.
«Han fallado y siguen fallando muchos estamentos y administraciones»
«Se tiene que entender que el futuro de Andalucía determina el propio futuro de España»