La Razón (Andalucía)

Balada triste de Koeman y Marcelino

- Lucas Haurie

El entrenador tiene rara vez quien le escriba, como aquel novelesco coronel, y vive con ruedas en la maleta a la espera de una carta que le confirme qué comerá el invierno siguiente. Marcelino García Toral (2019) y Ronald Koeman (2008) firmaron los dos últimos títulos allegados al palmarés del Valencia, club laureado que hoy yace temeroso de la bancarrota y de la cola de la tabla. A ambos los echaron de Mestalla con cajas destemplad­as y recién ganada una Copa del Rey idéntica a la que esta noche pueden ganar por segunda vez sin que (casi) nadie se lo agradezca. De vencer el Barcelona, los focos y los laureles serán para Messi, ¡claro!, y de hacerlo el Athletic viviremos un aquelarre folklórico que nos hará transitar de la trompeta de Villalibre a la gabarra por el Nervión. Un gran porcentaje del mérito del triunfo, triunfo, sin embargo, pertenecer­á al técnico que ha sabido reflotar un proyecto embarranca­do, el catalán por la incuria –reciente e histórica– de sus dirigentes y el vasco porque su política de recursos humanos indigenist­a, sencillame­nte, no da para más. ¿O acaso habría sido posible ver a culés y rojiblanco­s disputar una final con al mando Quique Setién y Gaizka Garitano, sus atribulado­s antecesore­s? Es un lugar común eso de que los entrenador­es son el eslabón más débil de cualquier estructura deportiva, ya que esto sucede por la estricta voluntad de unos dirigentes a menudo demasiado mitómanos como para plantar cara a los idolatrado­s líderes del vestuario. En el Camp Nou por el peso histórico de sus estrellas y en San Mamés porque escasea la oferta en un mercado geográfica­mente estrecho, los futbolista­s mandan más de la cuenta y bien harían los jefes en dotar de poder real al hombre que los hace rendir. Koeman y Marcelino son empleados de fuerte personalid­ad con los que no debe ser sencillo lidiar, de acuerdo, pero su trabajo no puede llevarse a cabo sin el respaldo de la superiorid­ad contra toda tentación de tomarlos como rehenes. Ahí está el toro, presidente­s.

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