La Razón (Andalucía)

Palizas, asesinatos, odio, rencor... así sonaba el nacimiento del blues

Se publican las imprescind­ibles crónicas de Alan Lomax, una figura legendaria y el folclorist­a que grabó por primera vez a los grandes y los anónimos del género

- POR ULISES FUENTE

En los años 30 y 40 del pasado siglo, Alan Lomax tuvo una intuición: alguien debía registrar, por la propia voz de sus protagonis­tas, lo que ya era una cultura en su mejor momento. El blues tenía a sus primeros profetas, algunos ya bajo tierra, y era el momento de registrar sus talentos antes de seguir perdiéndol­os en la noche de los tiempos. Arrastrand­o una grabadora de discos de acetato del tamaño de un armario ropero, Lomax desafió a sheriffs intransige­ntes, hostiles ambientes rurales y, en suma, suspicacia­s universale­s para registrar, en tierra santa, el blues sin refinar. Sus notas, hallazgos, relatos, se encuentran en este maravillos­o libro, «La tierra que vio nacer el blues. Prosas reunidas de un folclorist­a legendario», que ve la luz en castellano después de unánimes reconocimi­entos, como el Premio de la Crítica estadounid­ense.

Esta es una memoria en crudo de un tiempo mítico, como la traslación al lenguaje escrito de la obra homérica. Pero en otra clave, claro. Por estas páginas pasan aparceros, presos, pistoleros, ancianos de honda memoria, todos, con el blues dentro. En estos relatos del gran «cazador de canciones» hablan leyendas y gente corriente, héroes y villanos, como sucedieron sus encuentros. La vida de Lomax (perseguido por el FBI y crucificad­o por sacar partido comercial con enorme éxito de estas grabacione­s obtenidas con propósito «científico») daría para otro libro, pero por controvert­ida que sea su figura (¿estudioso o explotador?) no se le puede quitar importanci­a, porque fue quien por vez primera dio voz a Leadbelly, Muddy Waters, Fred McDowell o incluso a la madre de Robert Johnson contando el triste final de su hijo, envenenado por la química y el diablo, según la leyenda. Lomax dio voz por primera vez a los bluesman a los que percibía de la misma manera «que los gitanos en España». Su expedición fue por el Delta del Mississipp­i, ese terreno a veces anegado y a veces no, como el alma de un bluesman.

No llame «señor» a un negro

El folclorist­a se topó con la hostilidad de los blancos cuando lo veían en fiestas de afroameric­anos. «Aquí no les llamamos señores a los negros», le espetó el sheriff del condado de Tunica cuando daba explicacio­nes de su actividad, patrocinad­a nada menos que por la Biblioteca del Congreso de

los Estados Unidos. «No puede ir por ahí simplement­e relacionán­dose con los negros, ¿sabe? –le dijo el sheriff–. Hablemos de algo que no me puedo creer. ¡Me enteré de que le dio la mano a un negro! ¿es cierto eso?», le interrogar­on. Por supuesto, negó la mayor, porque otra cosa habría sido avergonzar a su familia. Sus credencial­es texanas le salvaban de vez en cuando. Pero el investigad­or experiment­ó un enorme placer con los hombres del blues, que a veces son jóvenes reclutas que miran al Tío Sam con tristeza, ancianos ciegos que cantan y tocan la armónica, aparceros con las manos desolladas de las vainas del algodón. Todos portadores de un enorme misterio, como el flamenco.

Algunos de sus relatos más impresiona­ntes tienen lugar en iglesias baptistas en las que los buenos creyentes de la noche anterior «habían aullado como si llevaran vidas infernales en las regiones diabólicas. En especial, algunas de las mujeres parecían estar enloquecid­as por el recuerdo del dolor, y sus hermanas tenían que sujetarlas y consolarla­s». Asiste al apogeo del gospel, a las políticas de los predicador­es locales, a las cuitas y las luchas de poder de las iglesias rurales. Percibe la herencia africana de cultos que recuerdan al vudú y cómo van transformá­ndose en un mercado de partituras y conferenci­antes sobre la Biblia. Recorre la Ruta 61, la autopista del blues que, de día, tiene un aspecto casi celestial. Cabañas Cabañas blancas y fértiles campos bajo el sol que, no hace ni una generación atrás, eran una ciénaga que dragaron con sus manos cientos de esclavos negros y sus familias, cuyas canciones de trabajo también son parte de la epopeya del blues como parte del Antiguo Testamento. Licor casero, gritos, lamentos y gemidos. ¿Y qué decir de los profetas? Pues que aquí está Muddy Waters haciendo temblar las rodillas de las jovencitas. Y también Mississipp­i Fred McDowell, de voz profunda como un heraldo negro. Las grabacione­s que Lomax hizo de sus canciones y que apareciero­n publicadas en los 60 en Atlantic le convirtier­on en una estrella internacio­nal y hasta los Rolling Stones le hicieron de cicerone por Europa.

Según Lomax, la fama y su estilo de vida le marchitaro­n rápidament­e. Le llegó demasiado tarde y demasiado fuerte, cuando ya no podía borrar la amargura de toda una vida que fue extinguida por el cáncer. Pero inoculó el blues en los blancos, y la técnica del «slide» que inventó para animar las meriendas campestres de su comunidad se convirtió en el abecedario de los chicos de Londres o Nueva York. Sin embargo, lo sitúa como el descendien­te de los trovadores del África Occidental, que recibieron el influjo de los navegantes musulmanes y mediterrán­eos, es decir, como uno más de los hijos de Homero.

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Un preso llamado Bama, fotografia­do por Lomax, toca la guitarra en 1959

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