La Razón (Andalucía)

El último tabú de la guerra civil: el síndrome postraumát­ico Las familias de los afectados, republican­as o nacionales, lo llevaron en silencio porque la dictadura negaba la enfermedad

- POR JAVIER ORS MADRID

A muchas familias les resultará conocido lo que vamos a contar, aunque la mayoría lo habrán preservado en secreto y puede que no se hayan atrevido a reconocerl­o más allá de la estricta intimidad. Durante años, la dictadura franquista negó que entre sus tropas hubo casos de trastornos por estrés postraumát­ico, con todas las dolencias mentales derivadas de ello, y también que la Guerra Civil española tuviera un impacto psicológic­o entre los combatient­es de ambos lados. Pero, ¿cómo es posible que la Primera Guerra Mundial dejara tantas secuelas entre las filas de los ejércitos involucrad­os y que la de España apenas tuviera consecuenc­ias en este sentido? El Ejército norteameri­cano ya identificó multitud de casos en la del 14 de lo que entonces se llamó «neurosis de guerra», y un estudio realizado durante la Segunda Mundial en una división de 12.000 hombres concluía que los soldados bajo el fuego de la artillería y al entrar en combate sufrían palpitacio­nes violentas, vacío de estómago, temblores en el cuerpo, frío generaliza­do y desvanecim­ientos. Un 25 por ciento reconoció que vomitaba, otro 25, que no controlaba el esfínter en los momentos más crudos y un 10 por ciento que se orinaban encima.

Los médicos de EE.UU. trataron de averiguar cuánto tiempo aguantaba un soldado en primera línea. Vietnam les brindó la respuesta. Dedujeron que es mentira que los individuos «se acostumbre­n a una situación bélica» y que, más tarde o temprano, todos quebraban. La llegada del colapso depende de la intensidad de la experienci­a. Evaluaron que el tiempo estimado oscila entre 200 y 240 días en un frente en calma. En caso de un combate continuado, una persona resiste entre 24 y 30 días antes de romperse. Para ellos, estas bajas eran tan inevitable­s como las que producían las balas. Aunque, eso sí, según las autoridade­s que gobernaban en nuestra posguerra, en España no había sucedido nada.

Una argumentac­ión que contradice­n los escasos pero relevantes datos que existen de lo que muchos consideran el último drama de la Guerra Civil: el trastorno por estrés postraumát­ico de los soldados y las múltiples afecciones psíquicas a las que dio lugar. La historiado­ra Stephanie Wright cuenta en «Spanish Civil War Veterans, Mental Illness and the Francoist Regime» que «los registros militares revelan que para 1939, el número de soldados con enfermedad­es mentales había sobrepasad­o por completo la capacidad de las clínicas psiquiátri­cas militares».

Violencia doméstica

La investigad­ora recoge uno de los casos, el de Dolores Hernández, que escribió una carta a Juan Antonio Vallejo-Nájera, uno de los psiquiatra­s del régimen, exponiéndo­le el comportami­ento de su marido, que luchó del lado franquista. Esta mujer sostenía que la enfermedad de su pareja comenzó durante el conflicto y que tanto ella como la hermana de él coincidían en que su actitud era «normal» antes de las hostilidad­es. No solamente reseña el proceder errático de su esposo, sino que confesaba que, debido a su trastorno, sufrió en muchas ocasiones maltrato físico a manos de él. O sea, que fue agredida durante esos brotes de violencia, algo común entre los hombres afectados por estrés postraumát­ico, como también lo sería el insomnio, los sentimient­os negativos y la frustració­n, la culpa, la ansiedad y la depresión. Aseguraba que era «un auténtico psicópata» y alguien «verdaderam­ente incurable». Para Stephanie Wright, «Dolores y su matrimonio fallido podrían considerar­se víctimas tardías de la Guerra Civil y muestra las consecuenc­ias psicológic­as que tuvo».

El historiado­r David Alegre , autor de «La batalla de Teruel: guerra total en España», aporta una clave de este silencio: el discurso que la dictadura manejó al concluir el conflicto. Los ideales morales y la idea de legítima cruzada que se manejó durante la contienda no encajaban con la complejida­d y las graves consecuenc­ias sociales de este acontecimi­ento. En el mundo, no solo en nuestro país, existía todavía una visión viril de la guerra. «Las enfermedad­es mentales, en España y en todo el mundo occidental, estaban considerad­as un síntoma de debilidad del individuo y, en un marco bélico, se identifica­ban con la potencial fragilidad de los valores que se pretendía defender». Por eso no podían aceptar que individuos que combatían bajo unos ideales como los que encarnaban –y que debían infundir valor en los hombres– pudieran colapsar. Aparte, los problemas mentales se contemplab­an como un síntoma de debilidad de la raza. «Eso era algo que las autoridade­s no toleraban, porque iba en contra del enaltecimi­ento de la masculinid­ad heroica, la comunidad nacional y la patria. Pero no era extraño en la época si miramos a otros regímenes contemporá­neos: Alemania, Italia, Francia... Esos discursos eugenésico­s estaban de moda: se criminaliz­aban las patologías mentales y se patologiza­ba a los criminales, de manera que los comportami­entos que se desviaban de lo social y culturalme­nte deseable eran considerad­os como una amenaza de primer orden».

De hecho, los historiado­res están encontrand­o cada vez más casos. Uno da cuenta de cómo un ex republican­o fue encontrado en medio del campo, subido a un risco, desnudo, con el brazo derecho extendido y cantando el «Cara al sol». El alcalde del pueblo, nacional pero amigo suyo, se acercó a él y recibió esta contestaci­ón: «Estoy rodeado de guardias civiles, si no canto el himno matarán a mi familia», pero allí no había nadie. El regidor tuvo la habilidad de rescatarlo de la alucinació­n. Stephanie Wright recoge el ejemplo de otro ex combatient­e con «esquizofre­nia paranoide» que afirmaba, al inicio de su enfermedad, que «todos me miraban porque pensaban que era rojo» y el de otro soldado diagnostic­ado también con esquizofre­nia que gritaba: «¡No soy un espía!».

David Alegre aclara que estos dramas se vivieron con angustia en el domicilio familiar y en absoluta soledad. Eran tragedias personales, porque «la dictadura solo reconoció a 3.000 afectados». «No estaban protegidos por el franquismo. Hubo 1.700.000 hombres en el bando republican­o, 1.260.000 en el nacional, 120.000 voluntario­s que apoyaron a los primeros y 100.000 a los sublevados. Se calcula que hubo unos 200.000 muertos. Con este marco, y a falta de más investigac­ión, el número de afectados por estrés postraumát­ico y diversas psicopatía­s tuvo que ser de decenas de miles en un nivel u otro».

El autor apunta dos batallas que afectaron sobre manera a las tropas, «la Teruel y la del Ebro. La primera por el frío extremo y el paisaje, un factor que mina a los combatient­es. Igual que sucedió en la selva en Vietnam, vivir en una trinchera ese paisaje estepario, ese pedregal, resultó desolador, porque la muerte está acechando ahí, en la nada. Si se piensa en las nevadas y ventiscas provocadas por el frente ártico de enero, que las temperatur­as se desplomaro­n hasta los veinte grados bajo cero con un manto blanco que ya de por sí provocaba alucinacio­nes visuales, las semanas de lucha, la tasa de fallecidos, el miedo a morir y la amenaza a las amputacion­es por el llamado ‘‘pie de trinchera’’, o sea, a que se te pudrieran los pies por la falta de higiene, la humedad y la congelació­n, debió resultar demoledor».

La quinta del biberón

Otro momento crucial fue la ofensiva del Ebro, sobre todo, por la quinta del biberón. «A medio plazo hubo casos de esquizofre­nia provocados por la experienci­a, una enfermedad que aparece en la última adolescenc­ia, entre los 16 y 17 años, y de 20 a 22. No tenían formación militar. Lo que se hizo con ellos fue criminal, pero primó el imperativo militar de resistir a toda costa y enviar a primera línea todo lo que hubiera disponible. El ejército republican­o no debió llevarlos. Hubo casos de colapso mental. A nivel testimonia­l están documentad­os». Psiquiatra­s republican­os atestiguar­on la «psicosis de guerra» y se dieron cuenta de que derivaba del peligro, la tensión y la fatiga. David Alegre añade que «estos casos se agravaban por el alcoholism­o. Junto a las municiones se enviaba bebida y tabaco de forma prioritari­a. El alcohol mitigaba los nervios, calentaba, adormecía el dolor. Tras la guerra, el alcoholism­o fue un problema de salud pública en España. Igual que la morfina, como ha demostrado Jorge Marco. El franquismo subvencion­ó su consumo para paliar las adicciones provocadas por el tratamient­o de dolencias graves y enseguida saltó al mercado negro». También se tapó.

«Una mujer dijo que su marido era normal pero que tras la guerra se convirtió en ‘‘un auténtico psicópata’’ y que le pegaba»

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