La Razón (Andalucía)

«HALSTON»: DROGAS Y SEXO EN LA SERIE MÁS EXPLOSIVA

Netflix apuesta por el diseñador que puso de moda el minimalism­o exuberante y que dejó tras de sí una historia repleta de cigarrillo­s, whisky, marihuana y, sobre todo, grandes cantidades de cocaína

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RoyRoy Halston Frowick experiment­ó un ascenso fulgurante en el ámbito de la moda, y eso significa que su caída fue particular­mente dura. Durante sus años de gloria, las décadas de los 60 y los 70, se convirtió en la primera superestre­lla del mundo del diseño mientras destruía las fronteras entre la «high couture» y el «prêt-à-porter», y al mismo tiempo se erigió en el rey canalla de la noche neoyorquin­a. Cuando murió hace ahora tres décadas, había caído en desgracia, pero se aseguró un sitio en la mitología pop. Era solo cuestión de tiempo que su figura se convirtier­a en protagonis­ta de una ficción como «Halston», la miniserie producida por Ryan Murphy y protagoniz­ada por Ewan McGregor que hoy mismo se estrena en Netflix.

Provenía de un hogar humilde de la América rural, y pasó su juventud en ciudades provincial­es del Midwest antes de aterrizar en Nueva York en 1958, con 26 años, tras conseguir un trabajo como sombrerero en los lujosos grandes almacenes Bergdorf Goodman. Poco después ya había diseñado el célebre «pillbox» que Jackie Kennedy lució durante la ceremonia de la inauguraci­ón presidenci­al de su esposo, JFK. Que abriera su propio salon era solo cuestión de tiempo. Sucedió en diciembre de 1968, y poco después ya tenía a famosas como Catherine Deneuve, Bianca Jagger, Ali MacGraw y Raquel Welch por clientas exclusivas. Fue allí donde el «look» al que su nombre permanece asociado –nítido, sencillo, sensual pero sobrio– empezó a definirse.

El año 1973 fue esencial en su carrera. En primer lugar, porque contribuyó a romper el dominio mundial de Francia en el ámbito

de la moda gracias a su participac­ión en el histórico desfile conocido como la Batalla de Versalles, que lo enfrentó junto a otros diseñadore­s estadounid­enses como Oscar de la Renta contra homólogos galos como Saint Laurent y Christian Dior; en segundo, por el histórico acuerdo que firmó con el conglomera­do empresaial Norton Simon, también propietari­o de la firma de cosméticos Max Factor, que le dio un gran respaldo financiero aunque, eso sí, le arrebató la propiedad de su propio nombre.

A partir de entonces, Halston creó un perfume superventa­s, una línea de maquillaje y sendas coleccione­s de maletas, alfombras y sábanas; diseñó los uniformes de los atletas estadounid­enses de los Juegos Olímpicos de 1976, los de los trabajador­es de la compañía de coches de alquiler Avis y los del departamen­to de Policía de Nueva York. Se convirtió en una marca ubicua. Empezó a aparecer con frecuencia en programas de televisión, a protagoniz­ar anuncios y a dejarse ver rodeado por un puñado de las «Halstonett­es», el grupo de modelos que solía acompañarl­o vistiendo sus diseños.

Como la nueva serie de Netflix refleja, por entonces Halston ya había entrado en contacto con Víctor Hugo, un prostituto venezolano que empezó siendo solo uno de los muchos amantes a los que pagaba por tener en su cama y que se convirtió en una influencia capital en su vida. De su mano, el modisto empezó a vivir al límite y a encadenar veladas de excesos, a menudo en la mítica discoteca Studio 54 y acompañado de compinches como Liza Minnelli y Andy Warhol; consumía a diario marihuana, un par de paquetes de cigarrillo­s, generosos tragos de whisky y, sobre todo, muchísima cocaína. El cambio de hábitos conllevó otro de carácter. Adquirió modos de diva y se acostumbró a tratar hasta a su círculo más cercano de manera tiránica y violenta.

De forma casi inevitable, sus coleccione­s empezaron a perder la calidad de antaño, y la crítica comenzó a darle la espalda. Y cuando, a principios de los 80, Norton Simon pasó a ser propiedad de Beatrice Foods, marca principalm­ente asociada a la producción de mantequill­a y mayonesa, los nuevos jefes de Haltson decidieron arrebatarl­e el timón de su negocio y, por tanto, el control de su propio legado. Cuando murió el 26 de marzo de 1990 a causa de un cáncer de pulmón complicado por el VIH con 57 años, llevaba mucho aislado del resto del mundo. Y es en buena medida a causa de todo ello que hoy no se le suele situar a la misma altura que coetáneos como Ralph Lauren y Calvin Klein, pese a las novedades pioneras que aportó a la historia de la moda.

Gracias a Halston, de entrada, las modelos dejaron de ser simples maniquíes para exhibir personalid­ades propias y empezaron a incluir a mujeres de todas las razas y todos los tipos de cuerpo. Sus diseños introdujer­on materiales por entonces nuevos, como el ultrasuede y el poliéster, y un estilo que redefinió la moda estadounid­ense a imagen de la libertad, el erotismo y la energía rompedora que derrochaba la «generación disco». Creó, en fin, una ropa única, minimalist­a pero exuberante, que dejaba ver claramente el cuerpo femenino bajo el tejido pero que en todo momento trasmitía elegancia.

Más importante aún, Halston popularizó una filosofía empresaria­l que en su día no fue entendida pero que hoy es habitual en la industria. El acuerdo al que en 1982 llegó con JCPenney, unos grandes almacenes de precios asequibles, le valió su expulsión de las tiendas de alta costura; hoy, en cambio, son habituales las colaboraci­ones entre grandes diseñadore­s como Karl Lagerfeld y Stella McCartney y marcas de ropa de calle como H&M y Adidas. Halston, en otras palabras, se encomendó a la misión de bajar la moda de su pedestal para acercarla a la gente corriente. No es difícil imaginar qué sentiría hoy si se paseara por cualquier centro comercial.

Son míticas sus veladas de desmadre en Studio 54 junto a compinches de la talla de Liza Minnelli y Andy Warhol

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Ewan McGregor, su protagonis­ta, comparte reparto con Krysta Rodríguez

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