La Razón (Andalucía)

Vamos al pueblo

- Abel Hernández

ConCon el buen tiempo y el final de las alarmas y los cierres perimetral­es, llega la gran estampida. La gente salta de la ciudad lo mismo que se dispara, tras larga opresión, el corcho de la botella de champán. En Madrid el puente de San Isidro favorece la huida masiva al campo. La pandemia ha convertido los pueblos en objetos de deseo para muchos, en un refugio o una liberación. En poco tiempo se ha pasado del desprecio de aldea al aprecio romántico del mundo rural.

Hay un movimiento creciente de vuelta al campo. La pandemia lo ha acelerado. Lo impulsan el hastío de la crisis sanitaria, el desempleo juvenil, el teletrabaj­o, el coste de la vivienda y el encuentro con la Naturaleza. Se está poniendo de moda el huerto y la vida retirada de fray Luis de León.

Hasta llegan multinacio­nales y se instalan en aldeas apartadas. El asombroso milagro de las comunicaci­ones favorece el cambio de vida que apunta en el horizonte.

Pero hoy me refiero a algo más modesto, menos pretencios­o: hablo de la excursión al campo de toda la vida, con los correspond­ientes atascos en las entradas y salidas de la gran ciudad. Para la mayor parte de los viajeros no habrá tiempo ni lugar para el disfrute del camino y la serena contemplac­ión del paisaje. Lo que importa es llegar. El viaje es un paso fugaz, casi un engorro.

Sólo se divisan por delante las señales de tráfico. El pueblo se reduce a un letrero que te desvía de la carretera general. Después de pasar por allí cien veces, nunca sabrás si el pueblo que figura en la señal, a veces con nombre sugerente, curioso o sonoro, queda a la derecha o a la izquierda de la autovía, si está en lo alto de un pequeño cabezo o en una hondonada, si se asienta en un alcor o si cuenta con un riachuelo apacible escoltado por una fila de chopos.

Los viajeros que abandonan estos días la ciudad, en una huida liberadora, no caen segurament­e en la cuenta de que cada pueblo, asentado en la ladera o recostado en el abrigo del valle, si se contempla a una cierta distancia para aminorar los estropicio­s de naves y silos recientes con horribles tejados de uralita, es una obra de arte, una cápsula de vida, aunque el caserío esté vacío, un microcosmo­s del universo.

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