FÁTIMA EN TIEMPOS DE TRIBULACIÓN
EnEn mayo del año pasado, el virus obligó a suspender la presencia de peregrinos por primer vez en el santuario de Fátima (Portugal). La enfermedad era una amenaza cierta y mortal para las aglomeraciones de personas como las que conducían hasta aquel pequeño rincón de la Península Ibérica en el que la Virgen se apareció a tres niños pastores hace más de un siglo, según la tradición católica. De los 6,3 millones de fieles que manifestaron la fe con su presencia en Cova da Iria en 2019 se pasó a la nada en otro episodio más de una convulsión mundial que alteró la vida de todos. Pasado un año, la lucha contra la pandemia vislumbra un tímido amanecer y el fervor se refuerza con la esperanza de que lo peor puede haber quedado atrás. Los creyentes regresaron a la explanada del santuario para compartir y celebrar una devoción que ha crecido y se ha robustecido cuando el desaliento y la oscuridad nos había acorralado. Pese al aforo limitado a 7.500 personas en cumplimiento del protocolo de seguridad anticovid, la peregrinación fue en sí misma un testimonio de vida y convicción en que la humanidad ha resistido firme fruto de una capacidad de superación que no debiera eludir el juicio moral necesario para llorar la muerte de cientos de miles de personas, el empobrecimiento de millones y salir mejores de lo que éramos. En la ceremonia nocturna (en la imagen superior), el cardenal portugués José Tolentino Mendonça demandó que el contagio «no se convierta en una crisis de esperanza». En Fátima, la fe se manifestó como un asidero contra la desilusión y el desconsuelo.