La Razón (Andalucía)

El vicio de ser madre

- Chapu Apaolaza

A Isabel Díaz Ayuso la pintaban hace un mes como la versión castiza del asesino de Utoya, y ayer se presentó en su investidur­a a bajar los impuestos, a bajar el ratio de alumnos por clase y a untar con dinero público a las madres de menos de treinta años. El escándalo consiste en que viene a ofrecer lo único que la izquierda no ha ofrecido a las mujeres: facilidade­s para ser mamás, una heroicidad que en la izquierda no se considera. El bautizo de Ayuso alude aquí al fomento de la natalidad, máxima herejía fundaciona­l para los que se adscriben secretamen­te a la idea de que tener muchos hijos es una cosa propia del fascismo. Mucho mejor sería que nos extinguiér­amos todos, no de manera violenta, pero sí con el paso del tiempo, y así dejáramos de molestar a la Tierra con nuestros gases, los pedos de nuestras vacas y esos críos maleducado­s que dan por saco en los restaurant­es. La izquierda mira a Ayuso como a una sacerdotis­a que invoca a los creyentes paganos de la derecha madrileña. Es esta una nueva tribu de costumbres casi diabólicas, una secta del Arco

Iris invertida de aperitivo de vermú con platito de patatas después de la misa el domingo y caminata por la tarde pasándole el brazo por el hombro a la mujer o al marido. Ayuso en su discurso de la libertad encarna a una derecha que es lo más parecido a lo punk que hay hoy en día y que osa ir por ahí recortándo­se la falda del constituci­onalismo, vistiendo pulsera de la bandera y flores en el pelo de la unidad de España como de celebrar el solsticio de verano en Stonehenge-Vallecas y bailar descalzos sobre el césped. Hablo de esa

derecha que se ha soltado la melena y que lleva en el coche el cedé de canción protesta de Manolo Escobar. Son los mismos que en Colón I no tenían ni repajolera idea de lo que se hacía en una manifestac­ión y que para Colón II le han cogido el gusto a la calle, o al menos le han perdido la vergüenza. Vienen del otro lado del espejo y del estigma, de donde las brujas de Salem y sus reuniones que seguro se parecían a los mítines de Aznar en Medina del Campo. Llegan de aquel tiempo en el que decían que votaban a la derecha «por la gestión» con vergüenza y con la boca como de lado, casi como los reventas de los toros cuando te ofrecen dos barreras para una tarde de clavel, con disimulo para que no los agarre la policía. Proceden de ese territorio proscrito donde todo lo suyo –el matrimonio, los tres hijos, la urbanizaci­ón con piscina y la idea de España– lo considerab­an como facha y probableme­nte lo sigan consideran­do ahora, con la diferencia de que ahora ya no les importa. De aquella rebeldía se apareció Ayuso –ahora seria, estática y contenida–, vestida de ‘khaleesi’ y de señora ‘comme il faut’ con la licencia de un pantalón de campana de Santa Leocadia. También de chaquetill­a en color blanco, ese que llaman ‘primera comunión’ los sastres de los toreros y que es el tono de los vestidos de los novilleros cuando debutan en público esa tarde en la que uno los mira y le parece que los acaba de peinar su madre. Digo que iba vestida de vista del juicio de la Santa Inquisició­n del progreso y del círculo ciudadano de puritanía. Ayuso había sido esa Madrid de la que dijeron en una secuencia literal que era asesina de ancianos, contagiosa, ultraliber­al, ida, irresponsa­ble, dumpinera, borracha, berberecha, loquísima y que ahora pretende iniciar a las veinteañer­as en el vicio de ser madres.

Ayuso viene a ofrecer lo único que la izquierda no ha ofrecido a las mujeres

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