«Destello bravío», folclórico y rural
Tras su éxito en Málaga, Ainhoa Rodríguez presenta su aplaudida cinta
Después de años como docente de lenguaje cinematográfico, cuya envoltura catedrática todavía conserva, Ainhoa Rodríguez puso su vida en pausa durante un año y se marchó desde Madrid a un pequeño pueblo de Badajoz. Allí, en principio, comenzaría a trabajar en un taller con mujeres de la tercera edad. Lo que no imaginaba es que de aquel proyecto saldría una película brillante y un ejercicio que, al poner la cámara frente a la España añeja, la de los clubes de amas de casa y el dominio sexual y vociferante masculino, nos enfrentaría a lo fantástico, al «cómo hemos cambiado» y al «esto ya no es lo que era», para bien y para mal de los vecinos de la pequeña localidad.
Caseríos olvidados
Después de maravillar en el Festival de Málaga, donde obtuvo la Mención Especial del Jurado, «Destello bravío» se estrena hoy. «A veces, coincide que una película se construye alrededor de conceptos que se consideran de moda, como si fuera una estrategia de márketing, pero viendo la mía te puedes hacer una idea de que aquí no es el caso. Es una película que empieza conmigo yéndome a vivir un año a un pueblo alejado de todo en el que no conocía conocía absolutamente a nadie. Entonces no puede haber márketing. El tema de la España vaciada, según puse los pies en el pueblo, fue algo que tuve muy presente. Lo que he hecho ha sido empaparme como una esponja y absorber la realidad que tenía delante. Estaba todo el día pensando en la película», explica con vehemencia la directora, siempre segura de su trabajo y en referencia a ese «zeitgeist» de la despoblación sobre el que baila su filme.
Y sigue, en relación al carácter folclórico de ese país que vive todavía en los caseríos más olvidados: olvidados: «Es curioso, porque tradiciones que muchas veces o al ojo inexperto pueden parecer rancias, sin embargo te hacían pensar que lo que está por venir podría ser incluso peor, en el sentido de la pérdida de identidad. Como se van perdiendo los acentos y las recetas», remata. Las imágenes de su filme, magnéticas por apabullantes y golosas en su disfrute, se suceden como pequeñas recompensas a una fidelidad y exigencia con el espectador que no está basada en lo narrativo, si no en esa «voluntad de poder» de la que hablaba Nietzsche y que aquí se traduce en una acalorada tarde en la que ponerse, por ejemplo, a chupar perlas. Quizá pueda ser café para muy cafeteros, pero lo cierto es que la autoría irreverente de Rodríguez no es solo el triunfo de la voluntad de una mujer que no piensa pedir perdón, si no también la revelación de un cine, crecido en el olvido de la periferia, que ha llegado para quedarse: «El que solo tiene una lectura hay que tirarlo a la basura. Odio los maniqueísmos y quería que mis personajes tuvieran luces y sombras, que tuvieran tradiciones y que fueran humanos», remata.