La Razón (Andalucía)

PUNTA CANA, algo más que todo incluido

Proponemos un destino playero por excelencia y de los más seguros en la actualidad frente a la covid-19. Si alguna vez ha soñado con pasar unos días en el paraíso, Punta Cana es su respuesta

- JULIO CASTRO -

AntesAntes de todo, cuando aquí no había nada, cuando esto no era más que una selva inhóspita cuajada de mosquitos, sin un solo camino que la atravesara, había ya un hombre con un sueño: convertir este lugar en un paraíso para el turismo. Ese soñador era Frank Rainieri, un joven capitalino de 24 años propietari­o de un pequeño negocio de tractores y avionetas de fumigación; su sueño, a modo de epifanía, le había llegado después de haber leído en la revista «Life» un artículo sobre Puerto Vallarta, un pequeño enclave de pescadores, perdido de la mano de Dios, que se estaba convirtien­do en un emergente destino turístico gracias a haber sido escogido como escenario de la película «La noche de la iguana». Rainieri lo tuvo claro de inmediato: si eso había sido posible en México también podría serlo en su isla.

Los sueños de Rainieri comienzan a tomar forma en 1969, cuando conoce a un grupo de inversores americanos que habían sobrevolad­o la zona y ante las maravillos­as playas que vieron quedaron estupefact­os de que aquí no existiera ni un solo hotel. Por aquel entonces, en República Dominicana apenas existía el turismo y su economía se sustentaba en la industria del «postre»: café, azúcar y cacao. En toda la isla no se llegaba al millar de camas hoteleras. Preguntaro­n a Rainieri qué haría él si todo esto fuera suyo y la respuesta fue tan sencilla como audaz: «Primero, hay que comprar un bulldozer y un camión para hacer un caminito y poder llegar a la propiedad. Segundo, hay que construir unas cabañas para hospedaje e instalar una planta eléctrica para darles luz. Y, por último, hay que construir una pequeña pista de aterrizaje para traer aquellos clientes que prefieran venir en avioneta». Pocos creyeron en él; algunos, incluso dudaron de su salud mental y comentaban que el sol del Este le había sentado mal en su cabeza. Lo cierto es que, tan solo un año después, diez cabañas estaban terminadas esperando a los primeros turistas; las llamaron Punta Cana Club, tomando el nombre de un saliente de Isla Saona. Era un nombre fácil de recordar y de pronunciar para los extranjero­s. Además, tenía sentido, ya que en esa zona abundan las palmeras de cana. Poco a poco, el nombre primigenio, Punta Borrachón, fue olvidado y borrado de los mapas. Todos entendían que no era el apodo más apropiado para el gran destino turístico que tenían en mente. Los primeros pasos se habían dado, pero todavía quedaba mucho camino por recorrer.

No sería hasta la primavera de 1982 cuando Gabriel Barceló, al frente de un grupo de empresario­s baleares, descubre (también desde su aeroplano) casi de casualidad (habían venido a explorar La Romana y Puerto Plata) el paraíso que estaba buscando: kilómetros de playas vírgenes con arena blanca como polvo de talco, bañadas por un mar turquesa e interminab­les hileras de cocoteros. A Don Gabriel no le cupo duda; ese sería el lugar donde el Grupo Barceló iniciaría su expansión fuera de territorio español. En 1985 inaugura su primer hotel en ese increíble lugar al que llamarían Playa Bávaro. Al mes de su apertura, la ocupación era ya del 100%. La fusión de esfuerzos y el entendimie­nto entre Barceló y Rainieri fueron el espaldaraz­o definitivo para conseguir que el gobierno concediera los permisos necesarios para convertir el pequeño aeródromo en un aeropuerto internacio­nal privado. El último paso, el definitivo, llegaría gracias a la inestimabl­e publicidad que le dieron famosos como Óscar de la Renta y Julio Iglesias, que escogieron esta costa para levantar sus mansiones. Nuestro Julio más universal terminaba cada concierto con su célebre frase: «Me voy a Punta Cana»… y más de 20.000 personas tomaban nota. Ya nadie podía parar el boom de Punta

Cana; el sueño de Frank Rainieri estaba cumplido.

El concepto «All inclusive» desembarcó en Punta Cana y desde aquí se dio a conocer por todo el mundo. Su éxito era algo cantado ya que la zona estaba tan aislada que no había dónde ir y el mejor plan era que te lo dieran todo hecho y dedicarte a descansar y disfrutar. Pero ahora, esto ha cambiado radicalmen­te, sin que osemos decir que Punta Cana haya dejado de ser uno de los míticos templos del ansiado «dolce far niente».

Lo cierto es que buenas carreteras, coches de alquiler y excursione­s programada­s desde el mismo hotel invitan al viajero a abandonar, a ratos, su indolencia y aventurars­e a descubrir lo que hay más allá de su fantástica morada. Sin duda alguna, la reina de estas excursione­s nos lleva hasta las idílicas playas de Isla Saona; les aseguro que, una vez vistas estas playas, nunca más buscarán otro sinónimo para la palabra «paraíso». Antes de desembarca­r en la Saona se hace una parada en Playa Palmilla, unos 800 metros de aguas transparen­tes (muy poco profundas) paralelos a la playa que están considerad­os como la piscina natural más grande del mundo. Si quieren disfrutar de un baño inolvidabl­e más vale llegar temprano; a media mañana la saturación de turistas y embarcacio­nes hacen que gran parte del encanto se pierda. El trayecto se puede efectuar en lanchas rápidas (tipo zodiac) o en catamarane­s catamarane­s más amplios y cómodos en los que comida, bebida y, por supuesto, buena música también están incluidos.

Para aquellos que deseen alternar el vuelta y vuelta de tumbona con un poquito de ejercicio la mejor opción es acercarse hasta la Reserva Ecológica Ojos Indígenas, una reserva natural ubicada dentro del complejo Punta Cana Resort & Club, que abarca unas 1.500 hectáreas que se recorren sin dificultad (más allá del calor y la fuerte humedad) gracias a una red de senderos perfectame­nte señalizado­s que nos adentran en el frondoso bosque tropical salpicado por una docena de preciosas lagunas de agua dulce. En tres de ellas está permitido el baño, siendo la más popular de las tres la laguna Guamá, con su plataforma de madera para poder zambullirs­e a gusto. La reserva es el hábitat de cientos de especies entre las que destacan las curiosas iguanas rinoceront­e, endémicas de la isla La Española.

Para terminar, no estaría de más hacer una visita a Higüey, una pequeña localidad del interior donde podrán conocer la auténtica vida local, sobre todo si visitan su bullicioso mercado. Antes de abandonar la localidad queda otra cita obligada: la basílica catedral de Nuestra Señora de la Altagracia, construida en 1971; es el edificio religioso más importante de República Dominicana, inconfundi­ble con su gran arco catenario de 69 metros de altura.

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FOTOS: JULIO CASTRO
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A la izquierda, Hoyo Azul. Arriba, Ojos Indígenas
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